BARCELONA — Supongo que soy un clásico: mi emoji favorito es el corazón rojo. Pensé mucho en él cuando terminó la cuarentena en España y mis padres pudieron al fin visitarnos, después de dos meses sin ver a sus nietos. Mi madre nos llenó la nevera de envasescon carnes y pescados cocinados y el congelador, con botellas de caldo. Para esa generación nacida en la postguerra española cocinar tal vez sea el modo principal de decir te quiero. Para la nuestra, quizá sea mandar un ❤️.
Los emoticonos [:-)] y su evolución, los emojis [😊] representan el mundo tal y como lo entendemos en 2020. Diverso en los colores de piel y en las formas del amor y de la familia; humano, vegetal, animal y algorítmico; más iconográfico que alfabético; viral y, sobre todo, emocional. Un mundo con conversaciones cada vez más intergeneracionales y globales que ha encontrado en ese idioma visual su propia lengua franca.
Aunque tengan más de veinte años de historia, los emojis se han vuelto imprescindibles durante la segunda década del siglo XXI, que ha estado marcada por las redes sociales y los teléfonos inteligentes en general y WhatsApp y WeChat en particular. Ese vocabulario transversal de caritas y símbolos, ese traductor intuitivo de los estados de ánimo, ese generador simpático de notificaciones se ha convertido en la semántica y la gramática más extendidas de nuestra época.
La razón última de su gigantesca popularidad es que los emoticonos se encuentran en la exacta intersección entre el capitalismo emocional y el capitalismo de plataformas. Como dice Eva Illouz en Intimidades congeladas, el primero es “una cultura en la que las prácticas y los discursos emocionales y económicos se configuran mutuamente”, de modo que la vida emocional “sigue la lógica del intercambio y las relaciones económicas”. Nick Srnicek, por su lado, argumenta en Capitalismo de plataformas que se trata de un nuevo y muy rentable sistema de extracción de datos, basado en la entrega constante de información sobre nuestros gustos, consumos, relaciones personales y sentimientos.
Desde el punto de vista de los valores clásicos, los emoticonos suponen un retroceso, porque boicotean el aprendizaje de la ortografía o la formulación de párrafos con oraciones subordinadas. Desde la perspectiva de la viralidad, en cambio, se trata del grado cero de las neolenguas de nuestra época, una forma de expresión democrática y un importante puente entre personas de diferentes procedencias sociales, culturales y generacionales. Una inesperada versión icónica del esperanto.
La lengua planificada que creó el polaco L. L. Zamenhof en 1887 y que durante algunas décadas del siglo pasado pareció que podría conseguir imponerse mundialmente ha fracasado en su formulación lingüística original y en su espíritu utópico, pero ha triunfado en su evolución o traducción icónica y como marca registrada. Porque el idioma artificial tenía como objetivo ser patrimonio de la humanidad y asegurar la comunicación más allá de las barreras idiomáticas, étnicas y estatales. Y eso es, justamente, lo que permiten los emoticonos; pero su triunfo se ha debido al interés corporativo, el de la marca Emoji y el de los fabricantes de telefonía móvil y nuevas formas de comunicación.
Los emojis son fugaces como una carcajada o un sonrojo. Virales como memes que se pueden repetir hasta el infinito. Y, por acumulación, constituyen conversaciones que se parecen a cardiogramas, por su reproducción de los entusiasmos y los enfados del día a día.
Nuestra vida está llena de urgencias y, por tanto, de abreviaturas. Vivimos inmersos en una “cultura snack”, por usar la formulación que el ensayista argentino Carlos A. Scolari ha convertido en el título y el concepto central de su último libro. Por eso nos hemos acostumbrado a condensar las propuestas y respuestas emocionales y sentimentales, a comprimirlas en forma de una ráfaga de emojis, en vez desarrollarlas en largos mensajes de audio o de texto.
Los emoticonos no están solos en esa voluntad de comprimir la información que articula nuestras existencias. Forman parte de un sistema de símbolos que se han convertido en nuestras monedas de uso más corriente. En su familia expandida están el bocadillo de cómic que quiere decir conversación, los likes de Facebook o Instagram, el sobre que significa mensaje, la papelera en miniatura que todos tenemos en nuestro correo electrónico y en la pantalla de nuestro ordenador, el doble check de leído en los mensajes de Whatsapp o los stickers. Una constelación simbólica de notificaciones, herramientas y mensajes que son el abecé de nuestra relación con el mundo.
Mis hijos, que todavía no saben escribir, le envían emoticonos a sus abuelos. Mi madre se ha aficionado a este: 🐣. Cuando la ley y el virus lo permiten, les trae sus platos favoritos. En estos tiempos tan difíciles hay que decir más te quiero. Que cada cual lo haga como prefiera. Con palabras, con regalos, cocinando, con gestos, con canciones, con flores, con fotos, con vídeos o con ❤️.
Pero no seamos ingenuos. Al mismo tiempo que aprendemos a expresar nuestras emociones como no supieron hacerlo nuestros padres o abuelos, lo hacemos según los códigos que más le interesan a las plataformas que deciden las líneas mayores de la economía internacional. Si queremos entender las reglas de esa nueva realidad, la del capitalismo emocional, debemos preguntarnos las razones posibles de por qué expresamos la amistad, el cariño o el amor del modo en que lo hacemos. Solo el conocimiento y la crítica nos dan un cierto margen de libertad.
Jorge Carrión (@jorgecarrion21), colaborador regular de The New York Times, es escritor y director del máster en Creación Literaria de la UPF-BSM. Sus últimos libros publicados son Contra Amazon y Lo viral. Es el autor del pódcast Solaris, ensayos sonoros.