Borges juega como una divinidad hindú. Entre la metáfora y el mito, el infinito. Mueve coqueto sus alas en el estudio de la calle de Maipú, y desata un terremoto en Japón. Como en un sueño, Borges es la mariposa, el temblor y las emociones que convoca. Pero él sabe que no existe, por eso ríe y se desdobla. Conoce el poder del alma de crear su propia compañía. Hay en su mueca algo del espanto de quien ha visto profundidades: el eterno retorno de ruinas circulares, la nadería de la personalidad, copia de una copia (que diría Plotino). Es el ciego que ha visto y por eso teme a los espejos. Pero no se arranca los ojos para pensar, como el matemático, sabe que la apariencia es verdadera. En su actitud hay algo de filosófico aunque, claro está, él lo niega. Él es un simple amante de los libros, de las mitologías nórdicas, de ciertos ensueños acaecidos en Babilonia o en el Ganges. Como un tahúr, baraja relatos de épocas y lugares lejanos, inclinado sobre el escritorio de un arrabal de Buenos Aires.
Borges cree que la verdadera historia es más pudorosa que la oficial y que sus fechas esenciales son secretas. Prefiere ser poeta que santo, el asombro al estupor. Entre los modernos, se rodea de reaccionarios (Schopenhauer, Chesterton, Coleridge), y huye de los místicos. Aunque a veces ha confesado algún que otro rapto. Cuando lee, mira de reojo el pasaje del Uno al dos, de la Unidad a la multiplicidad y de ésta al infinito. Escéptico, le interesan las ideas teológicas por lo que encierran de singular y maravilloso. Nunca quiso ser un gurú. Algunos de sus lectores se lo agradecemos.
Como poeta, considera que agregar a la mariposa que se percibe otra objetiva es una duplicación innecesaria
La filosofía de Borges es lúdica y literaria, pero no por ello menos seria. Al contrario, huye continuamente del dogmatismo y en su escapada es capaz de alguna pirueta. Algunos de sus textos tienen una gran afinidad con el budismo. Pero Borges es un budista discreto. En ocasiones cae en el barroquismo y luego se arrepiente. No puede evitarlo, también es poeta. En uno de ellos refuta el tiempo, en el otro la personalidad. Son tan antiguas como la flecha de Zenón o el carro del Menandro, pero él las actualiza con agilidad y una ligerísima burla. Se mueve con soltura en el círculo hermenéutico. Estas dos enjundiosas palabras hacen referencia a algo muy simple: la estructura circular del entendimiento. Para conocer algo hay que buscarlo y quien lo busca es porque ya de algún modo lo conoce. Platón lo llamaba reminiscencia y Borges (siguiendo a Berkeley) lo formula así: “La retina y la superficie cutánea invocadas para explicar lo visual y lo táctil son a su vez superficies visuales y táctiles”.
Las consecuencias son vertiginosas. A Borges le divierte la posibilidad (que advirtió el budista Vasubandhu) de que no haya un objeto detrás de las impresiones de nuestros sentidos. Y se atreve a dar un paso más (el que dieron Hume y los budistas), al negar que haya un sujeto detrás de la percepción de los cambios. Berkeley niega la materia, Hume niega el espíritu. Y Borges, como un Buda feliz, ríe. Tan absurdo es hablar de una sustancia espiritual como de una material. La mente es un teatro donde aparecen fugazmente impresiones, se combinan, desaparecen y vuelven a aparecer trasmutadas. Negadas la materia y el espíritu, no hay razón para no negar también el tiempo, que no existe al margen del instante presente. Borges parece sugerir que no hay otra realidad que los procesos mentales, que todo es mente o proyección de la mente (individual y colectiva), pero no lo hace, pues debe huir del dogmatismo. Sin embargo, como poeta, considera que agregar a la mariposa que se percibe una mariposa objetiva es una duplicación innecesaria. Agregar a las diferentes impresiones un yo no es menos innecesario. Cada estado mental es autosuficiente. No hay yo y no hay tiempo. Chuang Tzu no “sueña” que es una mariposa, en ese preciso instante “es” una mariposa. Vivimos un eterno presente, y no es posible averiguar las fechas de las cosas.
El Borges budista dice que se equivoca quien define al yo como un conjunto privado de recuerdos
Todo esto es muy loco y Borges lo sabe. Pero estos vértigos no lo marean. En otros escritos se propone demostrar que el concepto de individuo es una trasoñación (“consentida por el engreimiento y el hábito”). La ausencia del yo fue uno de los temas esenciales del budismo, pero en Borges las consecuencias son más literarias que morales. Anticipa la “desaparición del autor” de Blanchot y sobre ella edifica su estética. De este modo justifica su costumbre de barajar obras literarias, de mezclarlas y asociarlas como haría el cabalista con sus letras y el alquimista con sus esencias. Un modo de hacerse invisible, de confundir al lector con el escritor, de ilustrar el eterno plagio de lo literario. Mientras el escritor baraja palabras, Borges baraja obras enteras. El sueño de Coleridge y el palacio que erigió Kublai Kan (visto en un sueño), Pierre Menard y su versión del Quijote (idéntica al original), el chamán que sueña una criatura y la inscribe en la realidad (para constatar que es soñado por otro), los ejemplos se multiplican como senderos que se bifurcan.
Se equivoca, nos dice el Borges budista, quien define al yo como un conjunto privado de recuerdos. Los recuerdos no están en ningún sitio, pertenecen al tiempo. Quienes confunden la memoria con un almacén desconocen su naturaleza. Uno puede sentirse forastero en sus jornadas antiguas. La memoria es indiferente a la codicia del yo. También se engañan quienes imaginan el yo como una sucesión de estados de ánimo. La sensación de frío al atravesar un zaguán no se añade a un yo preexistente. No hay tal yo. ¿Eres tú quien lee estas líneas o ya eres otro?, pregunta emulando a Heráclito.
Entre Pirrón y Aristóteles, Borges eligió al que nada sabe. El idioma nos cuela el yo, también la escuela, el censo o los impuestos. Pero el yo carece de lógica y se alimenta de contradicciones. El escéptico, sin embargo, no puede mantenerse fiel a sus postulados. Tan pronto ríe como llora, tan pronto codicia como renuncia, asumiendo la egolatría, tan romántica y productiva. Borges no es una cifra del sur, como el gaucho que arroja la navaja a Dahlmann, Borges es una cifra de oriente. Un cifra redonda y mágica, original y vacía. El yo es una urgencia lógica sin contenido, el punto inmóvil de la fuga del tiempo.