Hace muchos años, un geólogo llamado Anatoli Brouchkov recogió algunas bacterias que habían sobrevivido en el permafrost del Ártico durante eones. Cuando inyectó esas bacterias a ratones hembra, el compuesto pareció alargar su juventud. Aunque Brouchkov no es ni hembra ni ratón, se preguntó si podrían retrasar su propio envejecimiento y se comió algunas.
Cuando le dije que esto podría haber sido una idea terrible, se rio. “Tenía curiosidad”, dijo. Su actitud era: si has encontrado algunos microbios prehistóricos, ¿cómo podrías no metértelos a la boca?
En el campo de la investigación sobre la longevidad y el combate al envejecimiento, los experimentos en uno mismo son muy populares. Valter Longo, director del Instituto de Longevidad de la Universidad del Sur de California, hace ayunos de varios días. Otros científicos se administran dosis del medicamento para tratar la diabetes llamado metformina, pues creen que puede ayudar a proteger sus células del desgaste y el deterioro. Charles Brenner, un bioquímico, ha bebido leche adicionada con dosis altas de ribósido de nicotinamida, un tipo de vitamina B que podría ser una defensa contra el envejecimiento.
Yo misma soy susceptible a estas ideas: ayuno durante más de doce horas al día, en honor a los hallazgos de Satchidananda Panda, del Instituto Salk de Estudios Biológicos. A veces parece que todas las personas que conozco están añadiendo un nuevo suplemento a su dieta o bien sustrayendo un grupo de alimentos o un componente, como el gluten. Todos queremos lo mismo: creer que tenemos el poder de mantener a raya los estragos de la edad madura.
¿Pero qué tanto importan realmente nuestras elecciones individuales?
Esta pregunta me lanzó a embarcarme en un safari de obituarios, a la caza de expertos en longevidad difuntos para poder descubrir cómo habían terminado sus experimentos. Realicé mi búsqueda con el mismo espíritu con el que Brouchkov ingirió el extracto de permafrost: impulsada por la curiosidad, consciente de que mis “hallazgos” serían solo anecdóticos. Sin embargo, lo que aprendí es suficiente para que te atragantes con tu café bajo en carbohidratos y con aceite de coco.
Comencemos en la década de los treinta, cuando un nutricionista llamado Clive McCay diseñó una dieta baja en calorías para sus ratas de laboratorio en la Universidad Cornell que les proporcionaba los nutrientes que necesitaban, pero las mantenía tan delgadas como supermodelos y (podemos suponer) muertas de hambre. La dieta parecía funcionar como una máquina del tiempo: las hambrientas ratas de McCay mantenían sus elegantes y brillosos abrigos de piel y retozaban por sus jaulas, mientras que sus contrapartes bien alimentadas se tambaleaban por ahí en su desgastado pelambre y luego morían. “Ahora tengo en el laboratorio a dos ratas blancas macho que tienen el equivalente a más de 130 años humanos”, anunció McCay, promoviendo los beneficios de la restricción calórica.
McCay, un agricultor, aplicó sus teorías a sí mismo, mordisqueando bocaditos de sus propias cosechas, pero no se acercó a los 130 años. Aunque era delgado y atlético, le dieron dos infartos y murió a los 69 años.
En las décadas siguientes, los equipos de investigación repitieron sus experimentos y confirmaron que la restricción calórica casi siempre prolongaba la vida de los animales de laboratorio. Uno de los más prominentes de esos científicos, Roy Walford, mostró que una dieta estricta podía duplicar el tiempo de vida de los ratones. Walford se sometió a sí mismo a una dieta de 1600 calorías al día. En la década de los ochenta, escribió The 120 Year Diet, y luego la siguió con incluso más amargura y abnegación en Beyond the 120 Year Diet. Se convirtió en una figura de culto para miles, a quienes llamaron CRONes (por la sigla en inglés de entusiastas de la “restricción calórica con nutrición óptima”) y que esperaban vivir más allá de los 100 años. Sin embargo, él murió de esclerosis lateral amiotrófica, o enfermedad de Lou Gehrig, a los 79 años.
Algunos de los nombres más relevantes en los ámbitos de las dietas, la agricultura orgánica y la medicina preventiva murieron a edades sorprendentemente jóvenes. El entusiasta de la comida silvestre Euell Gibbons estaba muy adelantado a su tiempo respecto de su defensa de una dieta de vegetales variados, pero murió a los 64 años de un aneurisma aórtico (había nacido con un trastorno genético que lo predispuso a problemas cardiacos). La nutricionista Adelle Davis ayudó a millones de personas a darse cuenta de los peligros de los alimentos refinados, como el pan blanco, pero murió de cáncer a los 70 años. Nathan Pritikin, uno de los principales defensores de las dietas bajas en grasas, murió a los 69 años, casi a la misma edad que Robert Atkins, quien creía en el régimen opuesto.
Luego está Jerome Rodale, fundador del imperio editorial dedicado a la salud. En 1971, Dick Cavett invitó a Rodale a su programa de televisión después de leer un artículo en The New York Times Magazine en el que lo llamaban “el gurú del culto a la comida orgánica”. Rodale, de 72 años, acercó su silla a la de Cavett, proclamó que viviría hasta los 100 años, luego hizo un sonido como de ronquido y murió (ese episodio nunca salió al aire).
Hay cosas obvias que puedes hacer para mejorar tu salud. Dejar de fumar y comenzar a caminar: ese tipo de reacomodo del estilo de vida con base en el sentido común puede generar buenos resultados. Sin embargo, lo recuperable se reduce. Mis viajes por las secciones de los obituarios me convencieron de que las elecciones personales más esotéricas —y las dietas basadas en los hallazgos científicos más recientes— tienen menos efecto en nuestra propia salud de lo que podríamos pensar.
Incluso esos pioneros que hicieron todo “bien” sufrieron circunstancias que no pudieron controlar, como una mala genética, accidentes o exposición al esmog o a los pesticidas.
Importan más las decisiones que tomamos colectivamente que cualquier elección personal que hagamos.
A comienzos de la década de los setenta, los activistas y los gobiernos colaboraron para prohibir la gasolina con plomo en todo el mundo y reducir otras fuentes de exposición a este. Es una de las mejores “elecciones de estilo de vida” que los humanos hemos hecho. Los niveles promedio de plomo en nuestra sangre se redujeron en más del 80 por ciento: un gran beneficio a la salud, pues la exposición al plomo puede aumentar el riesgo de cardiopatías, enfermedad renal y quizá también demencia.
Desafortunadamente, aún debemos domar muchos otros contaminantes, como las partículas que arrojan los motores diésel y las plantas de carbón. Además, el daño causado por el aire sucio comienza mucho antes de que cualquiera de nosotros pueda tomar sus propias elecciones de salud: un estudio publicado en enero, por ejemplo, sugiere que los bebés expuestos a altos niveles de contaminación ambiental en el vientre materno pueden estar en riesgo de envejecimiento prematuro.
Cuando le pregunté a Brenner al respecto, estuvo de acuerdo con que las decisiones que tomamos de manera colectiva pueden ser las más relevantes. Enfatizó que el punto de la autoexperimentación científica no debería ser vivir más, sino aprender.
Cuando se tomó la leche que contenía la vitamina B, lo hizo para descubrir si el estómago podía absorber el compuesto. Luego asistió a varias juntas de laboratorio con un tubo de caucho que colgaba de su brazo para que sus colegas pudieran tomarle muestras de sangre. Los análisis de sangre mostraron que la bebida había aumentado sus niveles de una molécula que se piensa funciona como un detonador para los mecanismos que previenen las enfermedades. Sin embargo, no se ha resuelto aún si el compuesto de Brenner de verdad podría tener algún efecto sobre el envejecimiento y la expectativa de vida de los seres humanos. Para comprenderlo habría que analizar a cientos o miles de personas.
Mientras tanto, las cosas que solemos ignorar, como nuestra exposición a la contaminación, son las que nos afectarán mucho más que aquellas con las que nos obsesionamos, como comer gluten o no.
Ese es el problema de que nuestras investigaciones se basen en nosotros mismos como individuos y mediante ellas busquemos, solos y de manera individual, nuestro propio camino a la salud. Las ganancias más importantes en cuanto a la longevidad han ocurrido no por elecciones personales, sino por las acciones sanitarias públicas, el agua limpia y el control de enfermedades infecciosas. De acuerdo con Thomas Frieden, exdirector de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC), “desde la década de los noventa la expectativa de vida promedio en Estados Unidos se ha incrementado en más de treinta años; veinticinco de estos se han atribuido a los avances en salud pública”.
Por ello, debemos luchar por la salud de las otras personas. Tus decisiones pueden afectar el momento de mi muerte y viceversa.
El fundador de Bulletproof Coffee hace poco presumió que espera vivir hasta los 180 años, en parte porque toma una de las bebidas exclusivas de su empresa, hecha con “aceite de octano para el cerebro”. Sin embargo, envejecer no es una especie de deporte en el que compitas con tus compañeros. En lo que respecta a seguir vivos, todos jugamos en el mismo equipo.