uando era niño, Sebastian Junger deseaba con todas sus fuerzas que un huracán llegara a su ciudad. Quería que ocurriera algo, lo que fuese, porque en el barrio residencial a las afueras de Boston donde vivía con su familia, nunca pasaba nada. Si algo rompía la tranquilidad de la urbanización en seguida llegaba la policía, o los bomberos, y los vecinos que se habían asomado a la calle por un instante volvían a recluirse en sus casas. Como muchos niños de su edad, Sebastian solo ansiaba poder demostrar su valor ante los demás.
A sus 55 años, este afamado escritor y periodista estadounidense ha descubierto que sus deseos infantiles eran, en realidad, muy humanos. O al menos mucho más humanos que los de los adultos que le rodeaban:
“Lo que yo deseaba no era destrucción y caos, sino lo contrario: solidaridad”.
Hace dos semanas un atentado tuvo lugar en mi ciudad, Barcelona, mientras yo me encontraba muy lejos física y mentalmente: estaba de vacaciones en Japón. Todo el deseo de huida se volvió en mi contra y estuve varios días aturdida. Estar lejos de mi hogar en un momento así, consumiendo imágenes y titulares, me causó emociones fuertes y confusas.
Después del pánico y la rabia iniciales, sentí pena hacia los asesinos, chicos jóvenes que habían crecido en Cataluña. Me recordaban a mi hermano justo después de que mis padres se separaran. Recuerdo que en esos años mi hermano se transformó en quinqui y después en gitano. Iba con chicos que robaban motos, y se dejó la uña del pulgar larga sin saber tocar la guitarra.
¿Había alguna semejanza en ese cambio de identidad adolescente tan extraño y el proceso de radicalización de los terroristas?
¿Qué encuentra el ser humano en la guerra que no le ofrece la vida moderna?
También me invadió un fuerte sentido de pertenencia. Los barceloneses, los turistas, la policía, de pronto estaban unidos. Los vínculos eran fluidos naturales, el amor y la solidaridad seguían una lógica tan fuerte y desprovista de ideología que era posible sentirlo en las calles más electrificadas de Tokio.
Es aquí donde Sebastian Junger entra en acción. Su último libro, Tribu (Capitán Swing), viajaba en mi maleta, y casualmente me ofreció una mirada amplia y profunda a las preguntas que me asaltaban:
¿Qué encuentra el ser humano en la guerra que no le ofrece la vida moderna y “civilizada”?, ¿por qué las desgracias nos unen de forma tan intensa y efímera?
Además de ser un escritor superventas con novelas como La Tormenta Perfecta(1998, Debate), Junger tiene una larga trayectoria como periodista en la cobertura de conflictos, pero a diferencia de otros reporteros, él se ha interesado por las consecuencias psicológicas de la guerra, y por el trastorno de estrés post traumático, qué él mismo sufre.
Junger partió de una pregunta sencilla — “¿Por qué tantos soldados estadounidenses añoran la guerra?”—, y se adentró en un incómodo territorio de la antropología y la psicología humanas, el que demuestra que las adversidades, y no las comodidades, generan grandes dosis de felicidad y dotan de sentido nuestras vidas.
Tribu es un ensayo científicamente documentado, pero sin duda son los ejemplos, extraídos directamente de documentos históricos, lo que más llama la atención.
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Hacia finales del siglo XIX, mientras en Chicago se construían fábricas, los nativos americanos guerreaban con lanzas y hachas. Por entonces, un sorprendente número de hombres blancos eligió unirse a sus tribus voluntariamente, ante la estupefacción de los pensadores occidentales y de las tropas que, al ir a rescatarlos, se encontraban con su resistencia.
Benjamin Franklin escribió cómo a pesar de la ternura de amigos y familiares para convencerles de que permanecieran en la civilización, los hombres y mujeres blancos “aprovechan la primera buena oportunidad para escapar de nuevo a los bosques”.
Lo contrario nunca ocurrió. Los indios nunca escapaban para unirse a la sociedad blanca. Aunque las condiciones de vida eran más duras, los asentamientos indios ofrecían muchos atractivos, como la caza, las costumbres sexuales más relajadas, la ropa cómoda y un igualitarismo que las mujeres blancas apreciaban (tenían mucha más autonomía y parían menos hijos). Pero lo que verdaderamente cautivaba a los pioneros europeos era la vida comunitaria, algo que la sociedad occidental había ido destruyendo a medida que la riqueza aumentaba. Precisamente eso era lo que el pequeño Sebastian ansiaba al pensar en huracanes.
A medida que las sociedades modernas se enriquecen, se ha tiende a exigir más a los individuos, en lugar de menos. Hemos entrado en un ciclo desesperado de trabajo y obligaciones, de aislamiento y la soledad.
“La belleza y la tragedia del mundo moderno”, escribe Junger, “es que elimina muchas situaciones que exigen que la gente demuestre un compromiso con el bien colectivo […] Aliviado de la mayoría de los desafíos de la supervivencia, un hombre urbano puede pasarse toda su vida sin tener que ir en ayuda de alguien que este? en peligro —o ni siquiera renunciar a su almuerzo—”
Junger define la tribu como la gente con la que te sentirías forzado a compartir la comida que te queda y a la que ayudarías a defenderse
Junger define la tribu como la gente con la que te sentirías forzado a compartir la comida que te queda y a la que ayudarías a defenderse. El autor explica que las sociedades modernas se han destribalizado no solo en el modo de vida, sino en el sentido de que los individuos, al no estar bajo la vigilancia de un grupo, pueden ser egoístas y deshonestos, traicionar a la tribu sin ser castigados. Un ejemplo serían los políticos corruptos, los ciudadanos que estafan al fisco, o las prácticas bancarias que desencadenaron la actual crisis económica.
Tampoco las buenas acciones, o los esfuerzos por el bien común, son recompensados. Es por eso que muchos soldados estadounidenses acaban concluyendo que la guerra es mejor que la paz:
“Cuando regresan a casa se dan cuenta de que la tribu por la que en realidad estaban luchando no era su país, era su unidad. No tiene absolutamente ningún sentido sacrificarse por un grupo que, en sí, no quiere sacrificarse por ti”.
Ante aquellos que rompen con la sociedad moderna —un suicida, un terrorista yihadista, un terrorista supremacista, un ermitaño— habría que preguntarse no solo qué ofrecen otros modos de vida u ideologías más tribales, sino qué ha dejado de ofrecer nuestra sociedad.
Precisamente los ritos de iniciación de los varones jóvenes, a menudo mortíferos y crueles, son uno de esos rasgos perdidos de nuestra civilización. Según Junger, los varones jóvenes han encontrado sus propios sustitutos. Conducir a demasiada velocidad, pelear, hacer novatadas o arriesgar la vida de forma estúpida son formas de demostrar su preparación a la edad adulta. Junger se pone como ejemplo también en este caso.
Otra de las partes más provocadoras del libro tiene que ver con los efectos positivos de la adversidad.
“Las comunidades que han sido devastadas por desastres naturales o causados por la mano del hombre casi nunca caen en el caos y el desorden; si acaso, se convierten en más justas, más igualitarias y más deliberadamente equitativas”. Esta reflexión la hizo Thomas Paine, uno de los arquitectos de la democracia estadounidense, y un ejemplo perfecto para ilustrarla fue Londres, durante los bombardeos de los alemanes en plena Segunda Guerra Mundial.
En aquel entonces las autoridades británicas temían que los ataques causaran histeria y ruptura social, pero sucedió todo lo contrario. Los londinenses iban a trabajar y volvían a los refugios por la tarde, donde compartían espacio con centenares de personas que no conocían de nada. No hacía falta policía para mantener el orden, la multitud se encargaba de cumplir las reglas no escritas que hacían la supervivencia soportable en los túneles del metro, mientras cientos los cadáveres aparecían cada día en la ciudad. Eso no gustó al gobierno de Churchill, que prefería que las autoridades fueran las únicas que garantizaran la el orden y el bienestar.
Lo importante de este caso es que por primera se puso de manifiesto un patrón que ha seguido repitiéndose en catástrofes, disturbios, o los atentados como los de las Torres Gemelas de Nueva York.
A medida que avanzaban las calamidades, descendían los ingresos en los hospitales psiquiátricos, la tasa de suicidios y la criminalidad
El psicólogo irlandés H.A Lyons escribió lo siguiente en 1979, a raíz de los disturbios de Belfast: “Sería irresponsable sugerir la violencia como medio para mejorar la salud mental, pero los hallazgos sugieren que la gente se sentiria psicológicamente mejor si estuviese más implicada en su comunidad”. Y esto es lo que muchos experimentamos durante las movilizaciones del 15M —felicidad en plena crisis—, o lo que sentí cuando mis amigos me contaban lo que estaba ocurriendo en Barcelona tras los atentados.
Solo hay un detalle más que Junger pone sobre la mesa: actuar por el bien común no es una elección que tenga que ver con la ética ni con principios morales, sino que forma parte de nuestro ADN. Fue gracias a la cooperación entre un grupo de unos 50 homínidos que nuestra especie evolucionó respecto a otros simios. Vivir en compañía, aunque el entorno sea terrible, nos convierte en seres más preparados para la subsistencia, y sobre todo, dispara la secreción de oxitocina, la hormona de la lactancia y de la confianza grupal, la hormona del bienestar.
Es por eso que la sensación que muchos turistas tienen cuando viajan a países pobres —“¡son más felices con menos!”—no es un espejismo. Aunque la escasez genera tensiones, la pobreza interdependiente está mucho más cerca de nuestra herencia evolutiva que la riqueza. Ser rico es vivir como un Dios apartado más de un millón de años de la experiencia humana, y vivir en un país rico nos hace tener ocho veces más posibilidades de padecer depresión, esquizofrenia, mala salud, ansiedad y soledad.