A pocos meses de celebrarse el Quinto Centenario de la fundación de La Habana, la primera imagen que sorprende al viajero que debuta en la capital cubana es la de esa flota inmensa de coches americanos de los años cuarenta y cincuenta que continúan rodando por las traqueteadas calles de la ciudad. Son miles, decenas de miles de viejos modelos Ford, Cadillac, Chevrolet, Plymouth, Mercury, Oldsmobile y de otras marcas, muchos de ellos pintados de rosa, de amarillo, de naranja, de azul y de todos los colores imaginables. Además de la belleza de su diseño y de ser un poderoso símbolo del tiempo detenido, estos vehículos poseen hoy otro potente denominador común: ser la principal fuente de sustento de sus propietarios.

La mayoría son verdaderos frankensteins, remotorizados con bloques diésel y piezas adaptadas de coches rusos Lada, Volga y Moscovich, aunque también de Peugeot o Toyota, que hacen de taxis ruteros llevando pasaje de un lado a otro de La Habana. Estos son los almendrones, que suelen encontrarse en un estado tan calamitoso como el de algunos de los edificios e inmuebles de la ciudad por donde pasan. Existen, sin embargo, unos cuantos cientos de coches, en su mayoría descapotables y clásicos, que se conservan en (aparente) excelente estado y que sus dueños cuidan como gallos finos, pues en ellos pasean a los turistas por los barrios más emblemáticos y señoriales de la capital, a 30 dólares la hora, de La Habana Vieja a Miramar y del Vedado a Cubanacán.

William, con su Buick, frente al monumento a las víctimas del Maine, en el malecón.
William, con su Buick, frente al monumento a las víctimas del Maine, en el malecón. YANDER ZAMORA

Las vidas de algunos de estos coches y sus dueños son fabulosas. Como la de William, nieto del general mambí Jacinto Hernández Vargas, cuya aventura vital, la de su familia y la del septuagenario Buick convertible que maneja hoy por La Habana constituyen, a escala, un pequeño resumen de la historia del país.

La historia de William y de su auto americano comienza mucho antes de la invención del automóvil, en la segunda mitad del siglo XIX, en la isla de Tenerife, donde nació Jacinto Hernández en una casa más que pobre. Huyendo de la miseria, Jacinto emigró a Cuba allá por 1875, donde ya luchaban por progresar sus padres, algún tío y otros familiares, que habían cruzado el Atlántico años antes. Como la mayoría de los emigrantes, el muchacho llegó a la isla con los bolsillos vacíos, pero con ganas de triunfar, y lo consiguió de modo sobrado en relativamente poco tiempo, pues antes de acabar el siglo ya era juez y alcalde del pequeño pueblo habanero de San Antonio de las Vegas.

HISTORIAS DE LO ‘REAL MARAVILLOSO’ CUBANO

Recogida inicialmente en el libro Havana Autos&Architecture (2014), del arquitecto británico Norman Foster y quien escribe, en el que se rinde homenaje a la deslumbrante arquitectura de La Habana y a los increíbles automóviles antiguos que ruedan por sus calles, la historia de William y de su viejo Buick descapotable es, a pequeña escala, un resumen de la historia de Cuba. Con este reportaje se inicia una serie de trabajos sobre las historias singulares de algunos de los coches norteamericanos que hoy sorprenden al viajero cuando pasea por las calles de la capital de Cuba: está la del Cadillac de Benny Moré, El Bárbaro del Ritmo, que hoy pertenece a un conocido salsero cubano; la del Impala de Anselmo, un excapitan de la policía con el alma dividida entre la revolución y su amor a los viejos coches estadounidenses; la del Dodge Coronet del Gringo, un artesano y dueño de una paladar, que después de pasar por la cárcel fabricó regalos de Estado para Fidel Castro; o la historia loca de los Thunderbird de dos hermanos de Bejucal, que llegaron a meter un motor fueraborda en uno de estos clásicos. Historias de lo real maravilloso cubano.

Siendo regidor en esta localidad, al estallar la tercera y última guerra de independencia, en 1895, Jacinto se pasó al bando mambí con un centenar de hombres y abundantes fusiles y munición, peleando contra España hasta el fin de la contienda. Por sus méritos, terminó la guerra con el grado de general y pronto llegó a ser alcalde de Güines, importante región agrícola situada a 30 kilómetros al sur de La Habana, primera localidad que tuvo ferrocarril en Cuba, mucho antes de que España construyera una línea de tren en la Península.

Cuba estaba todavía bajo dominación estadounidense, pero en Güines su prestigio y su fama aumentaron de tal modo que no tardó en saltar a las grandes ligas de la política como representante del Partido Liberal. Mientras maneja su Buick convertible 1950 Super Dynaflow pintado de naranja con ribetes blancos, William cuenta la historia de su abuelo y uno queda extasiado: pasa la cintura del malecón por el espejo retrovisor, dejamos atrás el Castillo del Morro y el de La Fuerza, cuando Jacinto decide retirarse del Congreso en 1913 y regresa a San Antonio, donde había adquirido una gran finca de labor. “A partir de entonces se dedicó al cultivo de la caña de azúcar, que vendía al ingenio azucarero La Mercedita, y también producía leche en una moderna vaquería que heredó el penúltimo de sus cinco hijos, Rubén Hernández, mi padre”, recuerda William.

Por el año 1929 Jacinto decidió edificar la gran casona de campo en la que vive ahora William y toda su familia. Allí, el 8 de mayo de 1951, el general mambí falleció “en el cuarto matrimonial” de “senilidad sin demencia”, según consta en el acta de defunción. Meses antes de su muerte, cuando la riqueza todavía sonreía a estos pichones de canarios, su hijo Rubén se fue una mañana a La Habana y regresó con el Buick convertible que compró en un concesionario de la ciudad. Un lujo que se dio. El automóvil le costó 900 pesos cubanos, moneda entonces equivalente al dólar. Rubén poseía otros vehículos con los que hacía el reparto de leche, pero para él aquel descapotable representaba algo muy especial. “Era su niña linda, no dejaba que nadie se lo tocara”, cuenta William a sus 43 años.

Para Rubén, aquel vehículo era la encarnación del esfuerzo y el éxito de su padre y del suyo propio, y solo en ocasiones muy especiales lo sacaba. Pero en eso llegó el año de 1959 y parte de las 335 hectáreas de tierra que el general dejó en herencia a sus hijos fueron expropiadas. No fue nacionalizada la vaquería, que llegó a tener cien vacas y a producir más de 800 litros diarios de leche, pero el negocio fue languideciendo poco a poco hasta que, ya sin pienso ni recursos, Rubén la entregó al Estado.

William, junto al retrato de su abuelo Jacinto y las banderas cubanas con las que combatió en el bando mambí.
William, junto al retrato de su abuelo Jacinto y las banderas cubanas con las que combatió en el bando mambí. NIGEL YOUNG (CORTESÍA DE ‘IVORYPRESS’)

La prosperidad familiar desapareció, y aunque después Rubén se dedicó a distintos oficios, siempre preservó aquel coche como el testimonio de un pasado feliz. En los años setenta Rubén Hernández quedó semiparalizado a consecuencia de un dengue hemorrágico, pero ni así dejó que nadie usara su Buick. El coche quedó guardado durante 14 años en un garaje, hasta que, poco antes de morir, en 1989, decidió entregárselo en herencia a su hijo más pequeño, William.

Aunque fiel a ese pasado y a ese espíritu, el Buick de William ya no es el de antes. Las llantas son modernas, traídas de Miami. Los frenos son de Peugeot, igual que otros equipos que le ha adaptado. Hace unos años le instaló un motor diésel Toyota que le vendió una empresa del Estado, pero para ello tuvo que entregar el original de gasolina, que hacía solo 4 kilómetros por litro, una ruina absoluta para el negocio del taxi.

Como William es mecánico y tornero de formación, él mismo se ocupa de todos los arreglos de su viejo automóvil, que son caros y engorrosos. “Desde 1960, debido al bloqueo norteamericano, no entra una sola pieza de repuesto, todo son inventos”. Pero, comenta, su coche nunca le ha fallado. Con lo que saca al mes por su trabajo como chófer paseando turistas viven él y toda su familia en la casa solariega de Santiago de las Vegas, y son unos cuantos. Algunas tardes, cuando se pone el sol en La Habana, con su sombrero de ala ancha y el codo en la ventanilla William recorre la ciudad y cuenta a sus clientes la historia de su abuelo Jacinto y de su fabuloso Buick. “Aunque muchos son norteamericanos y no entienden todo lo que simboliza y representa, ellos ni pestañean”.

El Buick descapotable de William Hernández, frente al hotel Nacional.
El Buick descapotable de William Hernández, frente al hotel Nacional.