Fueron recibidos por tres presidentes extranjeros como héroes de la patria que habían logrado romper el cerco chavista el 23 de febrero al huir a Colombia.

Ante ellos se cuadraron y, todavía con el traje verde olivo puesto, se sumaron a los más de 50 países que reconocen a Juan Guaidó como mandatario interino de Venezuela y juraron lealtad al Gobierno que encarna. Fue la imagen más poderosa de una tensa jornada que terminó con camiones con comida y suplementos médicos quemados.

Poco se volvió a saber de ellos hasta que hace una semana aparecieron tras la reja de uno de los albergues donde están confinados para denunciar el olvido en el que se encontraban.

No habían podido hablar con sus familiares, no tenían dinero y se sentían abandonados a su suerte.

El Alto Comisionado de la Naciones Unidas para los refugiados (ACNUR) los trató como a los otros solicitantes de asilo de entre los más de 1,2 millones de venezolanos que han cruzado a Colombia y les dio alojamiento y después tres días para dejar el albergue con cien dólares, una colchoneta y un mapa con el que buscarse la vida.

El halo de heroicidad que acompañaba su valiente decisión pronto se convirtió en un desesperado mensaje.

Lograr la deserción del mayor número de militares de un ejército con más generales que la OTAN ha sido el objetivo principal de Guaidó desde el 23 de enero, cuando se juramentó como presidente encargado.

En el alto mando reside el pilar fundamental sobre el que se sostiene el Gobierno de Nicolás Maduro.

En cada mitin, en cada entrevista o en cada intervención, Guaidó insiste en pedir que abandonen a Maduro como forma de lograr el quiebre necesario para lograr la salida del mandatario.

Las lacónicas declaraciones de los soldados, convenientemente aireadas por el chavismo, fueron un jarro de agua fría para su estrategia.