La fila es tan larga que da la vuelta a la cuadra. Aún cuando ha comenzado a llover, la gente no se mueve de su lugar; poco después, un servicio de comida entregará a la expectante multitud vasos de café para que soporten un par de horas más. Por toda la calle hay guardias de seguridad contratados para contener la histeria que estalla antes —y después— de la proyección de El exorcista.
El año es 1973, aún no se estrenan Jaws —Tiburón— (1975) o Star Wars (1977), primeros blockbusters que reinventarán los modelos de producción y promoción en Hollywood; sólo el «de boca en boca» ha provocado que la cinta pase de exhibirse en 24 salas de los EE. UU., a ser un fenómeno mundial que ocupará, durante mucho tiempo, el quinto puesto entre las películas más taquilleras de la historia.
La psicología del cine
El cine de terror tiene la característica de inmiscuirnos en una atmósfera de excitación y horror, pero dos horas después —o antes, si no soportamos el impacto de la película— salimos ilesos de la experiencia. Esa adrenalina generada por el falso peligro es lo que provoca que la gente asista en hordas a las salas de cine esperando encontrar algo que los haga saltar del asiento o taparse los ojos: experimentar lo extremo, pero de forma inofensiva.
Aunque el género de terror ha estado presente desde los inicios del cine —ya en el cortometraje La Manoir di Diable (1896) George Méliès mostraba espíritus y esqueletos en movimiento—, El exorcista fue la primera cinta que provocó un pánico verdadero entre los espectadores, confirmando lo que el séptimo arte puede generar en las masas.
Según el académico español Ramón Carmona, «el cine genera una posición pasiva y externa en la que creamos una psicosis artificial con posibilidad de control, misma que se resuelve al salir de la sala». Esto explica lo que el cortometraje documental The Cultural Impact of The Exorcist (1974) logró capturar, y que hoy se considera una «leyenda urbana»: espectadores desmayándose frente a la pantalla —algunos lograban salir de la sala antes de desvanecerse, oportunamente, frente a las cámaras—, otros lloraban mientras atestiguaban, con voz apenas articulada, que nunca habían visto algo semejante; unos tantos admitían que era la tercera vez que iban a ver la cinta, pero que aún no lograban permanecer más de 30 minutos dentro de la sala.
Durante cada función cerca de una docena de personas vomitaban, por lo que los cines proporcionaron bolsas contra el mareo para aquellos estómagos que no soportaran ver a Regan MacNeil, la niña poseída, vomitando un espeso líquido verde en la cara del sacerdote Lankester Merrin —una técnica heredada de las enfermeras falsas que atendían las proyecciones de horror «serie B» de los años 50, utilizadas para generar expectativa en las audiencias—. Que tanta gente reaccionara de forma tan intensa —in uso hubo convulsiones en las salas— no tardó en volverse noticia.
La fórmula ganadora
Para la novela homónima que antecedió a la película, el escritor William Peter Blatty se inspiró en una serie de «exorcismos reales» que, supuestamente, tuvieron lugar en Saint Louis, Missouri, en 1949. Según relataba la prensa de entonces, Ronald E. Hunkeler —a quien los medios de prensa llamaron «Roland Doe»— era un niño de 13 años que empezó a tener comportamientos extraños, entrando en trance por las noches. Después de ser internado en varios hospitales sin que se descubriera qué ocasionaba sus males, se le sometió a exorcismos.
En 1993, después de varias investigaciones, se llegó a la conclusión de que Ronald, debido a una serie de abusos y transornos mentales previos —con cierta inclinación al sadismo y a la crueldad— había simulado la posesión «sobrenatural» que lo aquejaba.
Sin embargo, en 1971 las «evidencias» de los reportajes ayudaron a que la novela se convirtiera en un éxito instantáneo e incluso permitió a William Blatty elegir al director que adaptaría su obra a la pantalla grande. Aunque Stanley Kubrick rechazó dirigir la cinta —él sólo desarrollaba proyectos propios; esto cambio cuando aceptó dirigir The Shining —El resplandor— (1980), basada en la novela de Stephen King—, William Friedkin, director de la aclamada The French Connection —Contacto en Francia— (1971), aceptó el reto.
¿Una película maldita?
La cinta superó las expectativas de los involucrados; parte de su éxito se alimentó de la polémica y el morbo que rodearon a la cinta desde antes de su estreno. Previo al inicio de la producción, ocurrieron una serie de siniestros episodios que forjaron la leyenda de que realmente se trataba de una película maldita:
– Un incendio destruyó parte del set de interiores, retrasando la filmación de la película por seis semanas. Según se cuenta, el único escenario que el fuego no consumió fue el cuarto de Regan, la protagonista poseída.
– El actor Jack MacGowran —que interpreta a Burke Dennings— y la actriz Vasiliki Maliaros —la madre del padre Karras— fallecieron poco después de haber filmado sus escenas. Curiosamente, sus personajes también mueren en la cinta.
– Nueve personas cercanas a la producción murieron durante el rodaje; eso desató la histeria entre el equipo de producción, al grado de que llamaban con frecuencia a un sacerdote para bendecir el equipo de rodaje —y el set en general.
A la fecha, El Exorcista continúa siendo la novena cinta más taquillera de la historia. Haciendo un ajuste de la inflación desde 1973, sólo en los EE. UU. recaudó el equivalente a más de mil millones de dólares actuales
Histeria colectiva
El exorcista se convirtió en un fenómeno social. Expertos en teología aparecían en televisión para advertir que la película, por su tema religioso y moral, «podía resultar peligrosa para quienes creyeran en Dios»; los noticieros invitaban a sacerdotes para dar su opinión sobre la cinta. Mientras tanto, los periódicos mostraban filas cada vez más largas afuera de los cines mientras llovía o nevaba —la cinta se estrenó a finales de diciembre—; con frecuencia, las caricaturas políticas hacían referencia a la película.