En octubre de 2008, Islandia se declaró en bancarrota. Los tres mayores bancos del país no pudieron pagar sus deudas y el valor combinado de sus activos era más de diez veces mayor que el PIB islandés, por lo que el Estado no pudo rescatarlos. De hecho, fue Islandia la que tuvo que ser rescatada por el Fondo Monetario Internacional, sus vecinos nórdicos y otros países europeos. Como consecuencia del colapso, unas 50.000 personas —casi la sexta parte de la población— acabaron perdiendo sus ahorros, una cuarta parte de propietarios de viviendas incumplieron los pagos de sus hipotecas, y el paro pasó del 1% en 2007 al 8% en 2009, un porcentaje muy elevado para lo habitual en Islandia.

El estallido de la crisis cogió a la mayoría de los islandeses por sorpresa: hasta ese momento su país parecía un éxito en todos los sentidos. En 2008, Islandia era el número uno en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU, durante la primera década de los 2000 la economía islandesa había crecido rápidamente, y con ella la riqueza de sus habitantes: entre 2001 y 2007 el PIB per cápita había pasado de 28.500 a 68.400 dólares nominales. La noticia del colapso cayó como una bomba. “Me dejó totalmente en shock, igual que a la mayoría de la gente”, recuerda el veterano artista y activista Hörður Torfason.

La economía islandesa había crecido a costa de acumular una deuda enorme que explotó al inicio de la crisis financiera de 2008. Los islandeses se sentían traicionados por políticos, responsables financieros y banqueros. Tras unas protestas pequeñas y espontáneas en Reikiavik, Hörður, que hoy tiene 74 años, planeó un encuentro mucho más organizado para el sábado 18 de octubre de 2008: preparó un escenario en la plaza frente al Parlamento e invitó a varias personas para que hablaran desde allí.

A esta protesta acudió más gente y se acabó convirtiendo en un evento semanal. Cada sábado, la gente discutía la situación y finalmente acordó unas exigencias tan básicas como ambiciosas: las dimisiones del Gobierno y de los dirigentes de la Autoridad de Supervisión Financiera y del Banco Central.

Tras el parón navideño, el Parlamento reinició su actividad el 19 de enero de 2009 y la primera cuestión en la agenda no tenía que ver con la crisis sino con la venta de alcohol en los supermercados. Fue entonces cuando las protestas se convirtieron en violentas, al menos para los estándares islandeses.

Los manifestantes encendieron una hoguera, que alimentaron con el árbol de Navidad que había en la plaza, y rodearon el Parlamento y lanzaron piedras, papel higiénico, fuegos artificiales y hasta zapatos al edificio y a la Policía, que respondió con gas pimienta y luego gas lacrimógeno. Cuando el primer ministro trataba de marcharse, la gente rodeó su coche y le tiró huevos y latas de bebida.

Con unas 3.000 personas en temperaturas bajo cero —en una ciudad de 120.000 habitantes y en un país de 315.000—, estas fueron las mayores protestas en Islandia desde 1949, cuando la gente se manifestó contra la adhesión de su país a la OTAN (a la que Islandia se unió igualmente).

Unos días después, el 25 de enero de 2009, el ministro de Asuntos Comerciales anunció que había despedido al director de la Autoridad de Supervisión Financiera. Posteriormente, él mismo presentó su dimisión. El día siguiente, toda la coalición de centro-derecha en el Gobierno dimitió. El 26 de febrero el gobernador del Banco Central —que además era un antiguo primer ministro— también fue obligado a dimitir. Las tres exigencias de los manifestantes se habían cumplido tras unos pocos meses de protestas y de debates ciudadanos en la plaza frente al Parlamento.

Un Gobierno en funciones convocó elecciones anticipadas para el 25 de abril, que dieron una mayoría parlamentaria y el Gobierno a una coalición entre los socialdemócratas, que también habían sido socios en el anterior Ejecutivo, y el movimiento de Izquierda- Los Verdes, anteriormente en la oposición.

Los antecedentes del colapso

La cosa no quedó ahí. Ya antes, y en parte gracias a la presión ciudadana, en diciembre de 2008 el Parlamento había creado una comisión de investigación sobre los antecedentes y las causas del “Colapso”, como los islandeses se refieren al estallido de la crisis. En abril de 2010, el informe de la comisión, publicado en ocho detallados volúmenes, acusó de “negligencia grave” al entonces primer ministro y a otros altos cargos del Gobierno por no haber intervenido mientras los bancos se enriquecían a costa de una deuda que acabó llevándose por delante al sistema financiero islandés.

La cosa tampoco quedó ahí. En 2009, el nuevo Gobierno creó un puesto de fiscal especial para investigar los posibles delitos durante el periodo anterior al “Colapso”. En un principio nadie se postuló para el trabajo, pero finalmente un policía de un pueblo cercano a Reikiavik, sin experiencia en delitos financieros, ocupó el puesto y empezó a investigar. El resultado es 31 personas condenadas a un total de 99 años de cárcel entre todas las sentencias (aunque algunos casos están en fase de apelación) por delitos que van desde uso de información privilegiada y manipulación de mercados.

Y esto tampoco fue todo: la crisis y las protestas supusieron un despertar cívico para muchos islandeses, que hasta entonces habían confiado casi ciegamente en sus representantes políticos y en otros dirigentes, y que de golpe se dieron cuenta que no basta con votar una vez cada varios años: que si uno quiere ser un ciudadano responsable, ha de asumir la dimensión política de su ciudadanía más allá del voto.

Las conversaciones en la plaza habían servido de foro en el que los manifestantes debatieron cómo implicarse en la vida política de su país: democracia directa, partidos ciudadanos, una nueva Constitución… La crisis sirvió también de oportunidad y dio lugar a varias formas de experimentación política desde la ciudadanía.

El caso de Islandia se convirtió en un aviso y en un ejemplo para políticos y ciudadanos de otros lugares a medida que la Gran Recesión y la desconfianza hacia políticos y banqueros extendían las protestas y la ocupación de las plazas internacionalmente, como en España durante el 15-M.

Hoy, diez años después de aquel 2009 en el que los islandeses trataron de recuperar las riendas de su país, ¿qué ha sido de aquellos experimentos ciudadanos políticos en Islandia?