Aparte de Donald Trump, hay una sola persona estadounidense que conoce el secreto que lleva de cabeza a Washington: de qué demonios hablaron el presidente y su homólogo ruso, Vladímir Putin, el pasado lunes en Helsinki. Fue una cumbre polémica por muchos motivos y uno de ellos estriba en que la celebraron a solas, sin más testigos que sus respectivos intérpretes. Así que la estadounidense en cuestión se llama Marina Gross y es una veterana traductora de ruso del Departamento de Estado cuyo papel hubiese pasado desapercibido en circunstancias ordinarias. Pero nada es ordinario en la América de Trump.
El apoyo del mandatario a Putin a la rueda de prensa posterior a su encuentro a puerta cerrada causó conmoción en EE UU. Demócratas y republicanos se lanzaron en tromba a criticar la connivencia que mostró su líder con el dirigente ruso al que acusan de conspirar en sus elecciones, y a quien dio más crédito que a sus propios servicios de inteligencia, aunque dos días después lo matizara con poca fortuna. Hay quien directamente le ha acusado de “traición”, como el exdirector de la CIA John Brennan. Los demócratas del Congreso han intentado impulsar una citación que obligase a Marina Gross a testificar sobre lo ocurrido en aquella habitación del Helsinki, pero los conservadores lo han frenado.
El desapercibido poder de los intérpretes lo retrató muy bien Javier Marías en la inolvidable Corazón tan blanco. El protagonista cuenta que en las cumbres o visitas oficiales, cuando lo que se discuten pueden ser pactos comerciales, conspiraciones contra terceros o hasta declaraciones de guerra, suele haber un segundo traductor de seguridad que escucha y controla que todo de lo que traduce el primero es una interpretación cabal a lo dicho por el líder de turno. Aunque nadie vigila al que vigila, porque la red ya no tendría fina, y llega un punto en el que los mandatarios tienen que fiarse de los traductores.
De la cita de Helsinki no queda claro si cada traductor, la de la Administración estadounidense y el del Gobierno ruso, se encargó de su respectivo presidente y si se controlaron entre ellos. Se supone que sí, aunque apenas ha trascendido nada.
El senador demócrata Chuck Schumer preguntó esta pasada semana si alguien, como el secretario de Estado, Mike Pompeo, o el de Defensa, Jim Mattis, habían sido informados de algo. “Es totalmente alucinante que nadie sepa lo que se dijo”, afirmó. El propio director de Inteligencia Nacional de Trump, Dan Coats, confesó el jueves en un coloquio en Aspen no tener ni idea. “No sé lo que pasó en esa reunión. Creo que conforme pase el tiempo, y el presidente ya ha mencionado algunas cosas, iremos sabiendo más”, admitió. También se ignora si alguien grabó la conversación.
Los recelos se multiplican al tener en cuenta que la reunión entre Trump y Putin no se celebró solo marcada por las graves acusaciones de EE UU contra el Kremlin de querer interferir en las elecciones presidenciales de 2016 con el fin de favorecer la victoria del neoyorquino. También pesa la investigación de si, además, en esa estratagema había conchabanza entre el entorno del republicano y Moscú. Ese es el punto más desestabilizador de la llamada trama rusa.
¿Cómo abordaron el asunto de la injerencia? ¿Hablaron de la anexión ilegal de Crimea? ¿Del gasoducto que conectará con Alemania? ¿De prostitutas? Incluso esto último es posible. A principios de 2017 salió a la luz un informe del exagente del servicio británico MI6 Christopher Steele que, basándose en fuentes no validadas, apuntaba a vídeos sexuales de Trump con prostitutas en Moscú, un material con el que se podría chantajear al presidente, aunque el FBI lo desacreditó.
A sus diplomáticos Putin sí les dio algo de información sobre la cita con Trump y, según avanzó Bloomberg, propuso al estadounidense un referendo para resolverel conflicto en el este de Ucrania, aunque luego el portavoz de EE UU en el Consejo de Seguridad de la ONU, Garrett Marquis, dijo a Financial Times que la Administración no se lo plantea.
La mayor transparencia se dio cuando el presidente de EE UU salió de la cita diciendo que no veía ninguna razón por la que Rusia “debiera serlo [responsable de la injerencia electoral]”. El miércoles dijo que se había comido un “no”, que quería decir que no veía motivo por el que Rusia “no debiera serlo”. En Corazón tan blanco, el protagonista, Juan Ranz, decide superar el hastío de una reunión anodina entre un alto cargo español y una británica alterando el sentido de la conversación, pero Luisa, la traductora que vigila (y de la que se acaba enamorado, claro) no le delata. Trump fabrica sus propios lost in translation.