No todas las cuarentenas en Singapur son iguales. Mientras la próspera isla se encuentra afectada por un semicierre que aún permite a los residentes salir para hacer la compra o ejercicio, y aísla en hoteles de cinco estrellas a los residentes que regresan de Europa y Estados Unidos para asegurar que están libres de la covid-19, hay un colectivo que lo tiene mucho más crudo. Los trabajadores inmigrantes, típicamente obreros de la construcción del sur de Asia, han sido forzados a quedarse recluidos en sus barracones después de que más de 18.000 (cerca del 90% del total) haya dado positivo en coronavirus. Una “bomba de relojería”, según habían advertido algunas organizaciones, que ha acabado estallando.
“Lo peor, además de la amenaza de la enfermedad, es la suciedad. No podemos ni dormir por el calor que hace. Las duchas y los aseos no se limpian, se atascan y no se reparan”, cuenta por teléfono un bangladesí de 25 años, obrero de la construcción, que prefiere no dar su nombre por miedo a represalias. El joven envía fotografías de las instalaciones de su dormitorio, normalmente ubicados en zonas industriales de la ciudad-Estado y en los que conviven hasta decenas de miles, distribuidos en habitaciones de entre 10 y 20 personas. En las imágenes se aprecian restos de comida, envases y mascarillas esparcidos por el suelo de la cantina; las letrinas aparecen atascadas, los suelos embarrados, las paredes desconchadas. “A veces no hay agua, y ni siquiera vienen a reparar lo que se rompe”, añade. Otro residente contactado por el diario Straits Times denuncia, por su parte, plagas de cucarachas y otros insectos en las dependencias.
Si la suciedad es un factor agravante, el hacinamiento ha sido una receta directa para la catástrofe dada la alta transmisibilidad del virus, denuncia la ONG local TWC2 (Transient Workers Count Too, Los trabajadores transitorios también cuentan, en español). “Creo que lo más apremiante es que se debe reducir la densidad de los dormitorios al menos un 50%, hacer test a todos e ir evacuándolos de forma organizada”, considera Alex Au, vicepresidente de la organización.
Cerca de 18.000 inquilinos de una veintena de barracones —de un total de 43 en todo el país— han dado positivo en coronavirus. Se trata casi del 90% de todos los contagios de la isla, de unos 5,7 millones de habitantes, donde hay más de 20.000 infecciones y 20 fallecidos. Estos trabajadores, unos 300.000 en total, muchos procedentes de Bangladés e India, llevan más de un mes sin salir de sus dormitorios, desde que el ministro de Desarrollo Nacional, Lawrence Wong, definiera a comienzos de abril dos estrategias para combatir la propagación del patógeno: una dirigida hacia la “población general” y otra específicamente para este colectivo.
Fuera de los barracones, el Gobierno isleño dictó una política bautizada como “cortocircuito”, en la que practica un semicierre nacional prolongado hasta junio que conmina al teletrabajo y permite a los ciudadanos salir a la compra o a hacer ejercicio. Un confinamiento llevadero que contrasta con las restricciones impuestas a los trabajadores contratados para construir las carreteras y rascacielos de la ciudad-Estado, entre otros empleos similares: la normativa les impide salir de las instalaciones en los casos más favorables, mientras en las unidades donde ha habido contagios, declaradas “áreas de aislamiento”, no pueden apenas abandonar sus cuartos. Como resultado, en un mes el número de casos en estos dormitorios se ha disparado, pasando de menos de mil antes del confinamiento a los cerca de 18.000 actualmente.
“Es como estar en una prisión”, denuncia Au. El subdirector de TWC2 advirtió que la situación era una “bomba de relojería”, comparándola con la experiencia vivida en cruceros como el Diamond Princess, puesto en cuarentena en febrero en el puerto nipón de Yokohama y donde centenares de miembros de la tripulación, quienes dormían en habitaciones con múltiples camas y compartían espacios comunes, resultaron contagiados. “La cuarentena en estos dormitorios corre un riesgo similar. El distanciamiento social en habitaciones con entre 12 y 20 personas es imposible, y si un trabajador se infecta, pudiendo incluso ser asintomático, puede transmitirlo rápidamente a sus compañeros de cuarto”, añade la ONG.
En efecto, los contagios en los barracones no han hecho sino ascender: si hasta finales de marzo la mayoría de nuevos casos en la isla eran importados, sobre todo singapurenses que regresaban enfermos de Europa o EE. UU., ahora el foco está en estos dormitorios, batiéndose récords de infecciones diarias. “Estamos prestando mucha atención a lo que ocurre a los trabajadores extranjeros. Les estamos proveyendo de la atención y el tratamiento médico que necesitan”, se ha defendido de las críticas el primer ministro, Lee Hsien Loong.
Aunque oficialmente miles de trabajadores ya han sido trasladados a inmuebles deshabitados para reducir la densidad de los dormitorios, y los contagiados han sido ingresados en hospitales o centros habilitados para los casos más moderados, se desconoce exactamente cuántos han sido realojados. “No está claro si la proporción es la adecuada. Reubicar a miles de trabajadores es una tarea abrumadora, sí, pero Singapur tiene los medios”, exhorta TWC2
Unos medios que la isla sí ha exhibido al sufragar la cuarentena en hoteles de cinco estrellas a los retornados de países europeos y EE UU hasta asegurar su buen estado de salud. Aislado el país, en la práctica, del mundo, pues desde finales de marzo solo permite la entrada a singapurenses o residentes, busca así apoyar a la industria turística, vapuleada por el virus. La isla habría reservado hasta 7.500 habitaciones en hoteles de lujosas cadenas como Hilton, InterContinental o Accor, según Bloomberg, para este propósito. Una cómoda estancia que incluye servicio de habitaciones, desayuno continental y, en las mejores ocasiones, vistas al mar para los regresados, muchos jóvenes singapurenses que estudiaban fuera.
Un trato exquisito que acentúa las realidades paralelas de Singapur, que considera a los obreros foráneos “trabajadores transitorios”, lo que en la práctica les niega el acceso a la residencia permanente, que sí tienen los miles de extranjeros que ocupan puestos en industrias de más prestigio, como la financiera o la tecnológica. Diferencias fácilmente observables también a nivel salarial: los primeros suelen cobrar unos 600 dólares al mes (cerca de 550 euros) en uno de los países con el PIB per cápita más alto del globo, cerca de los 65.000 dólares anuales (más de 59.000 euros), según el Banco Mundial.
La situación en los barracones ha provocado que la epidemia, mantenida a raya en la isla desde que surgió el primer caso de coronavirus a finales de enero, acabe acelerada. Pero también ha generado una ola de solidaridad hacia el colectivo inmigrante, apenas visible en un país que restringe libertades como la de prensa. En unos días, varias campañas de ayuda acumularon 345.000 dólares singapurenses (unos 222.000 euros) para estos trabajadores, mientras una iniciativa ciudadana llamada Bienvenidos a mi Barrio invita a integrar a este colectivo en lugares más céntricos de la isla.