Muchos extranjeros han comprado propiedades a nombre de cubanos en los últimos años en La Habana porque aún no está permitido que lo hagan por sí mismos. Los precios se han multiplicado. En el barrio del Vedado abundan las mansiones y departamentos en restauración. En la zona de Miramar existen pubsdonde los únicos negros que hay adentro son los guardias de seguridad: tipos grandes y macizos como los que custodian las discotecas neoyorquinas o parisienses. Meses atrás fui a uno de esos —el Mio & Tuyo—, y cuando quise llegar al área donde se encontraban las mujeres más admirables, uno de esos porteros me detuvo poniendo su brazo en mi hombro: “De aquí para allá es vip”, me dijo. “Para pasar debes comprar una botella de whisky Chivas Regal o ser socio del club”, agregó. Y yo pensé: terminó la revolución.

Al menos 30 movimientos guerrilleros surgieron en América Latina desde que triunfó la revolución cubana hasta fines de los años ochenta. Actualmente no queda ninguno, salvo el ELN de Colombia, convertido en organización delictual. La revolución —ese fantasma que hoy parece abandonar el continente— cautivó a los mejores políticos, artistas e intelectuales de su época, y una novelística esplendorosa brotó bajo su sombra. Hasta el cristianismo participó de su embrujo justiciero con la teología de la liberación. Pero esa fe hoy parece terminar su reinado. De ella quedan, cuando mucho, discursos vacíos, promesas y consignas que de tanto repetirse, sin nunca realizarse, han perdido su sentido.

Para esos que combatieron siempre la revolución, porque desde un comienzo atentó contra sus intereses y los tuvo por enemigos declarados, su muerte es motivo de festejos. A ellos les conviene, no obstante, mantener viva la idea de su amenaza, para así presentarse como guardianes de las mayorías y conservar el poder. Para quienes, en cambio, creyeron que otro mundo era posible y que la fraternidad podía imponerse al egoísmo, constatar que sus deseos abonaron la intolerancia, el abuso y la pobreza duele y quita el habla. Ha de ser por eso que hoy la izquierda honesta está muda.

Los cubanos suelen discutir sobre cuándo la revolución perdió su encanto. Algunos dicen que a comienzos de los setenta, tras el caso Padilla, con la sovietización del llamado Quinquenio Gris, cuando hasta los edificios se diseñaron con los planos de Jruschov y se instaló el concepto de “diversionismo ideológico” para todo aquel que pensara o deseara algo fuera de la norma establecida. Según otros, fue en 1989 con la Causa Número 1 —que terminó con el fusilamiento del general Ochoa, uno de los tipos más respetados de la revolución— y la caída de la URSS. Lo que vino después, el Periodo Especial, a los cubanos no se les olvidó más. Desapareció el petróleo y era tan breve el tiempo que tenían luz eléctrica que, en lugar de hablar de apagones, hablaban de “alumbrones”. Hasta gatos salían a cazar para comer.

El petróleo y la comida volvieron a Cuba con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela. Chávez vio en Fidel la figura de un padre, de un modelo, de un guía. Quiso seguir sus pasos y revivir a su manera el sueño de revolución que agonizaba agregándole el apellido de “bolivariana”. Compró Gobiernos en toda América Latina mientras el precio del crudo estaba por las nubes y los sumó al llamado socialismo del siglo XXI, cuando lo cierto es que el capitalismo ya había triunfado y lo suyo no era más que la triste caricatura de un hecho histórico que se apagaba. La revolución ya no tenía artistas, ni intelectuales, ni poesía, ni fe.

Si en Cuba hubo generaciones que se rompieron las palmas cortando caña, en Venezuela se predicaba con fajos de billetes en la mano. Si Chávez vio en Fidel a un padre legitimador, Fidel encontró en Chávez a un hijo como el que muchos cubanos tienen en el exterior, desde donde les mandan dinero para sobrevivir. Por duro que resulte reconocerlo, el sueño del socialismo y de la dignidad cubana estuvo siempre financiado por otros.