En 1996 me mudé a vivir a Alaska, donde residí diez años. Allí pasé tiempo en los glaciares. Ya a finales de los 90, durante largos periodos de la temporada de vacaciones, la ciudad de Anchorage no tenía nieve. Las cascadas que mis amigos y yo habíamos utilizado para escalar apenas se congelaban durante algunos inviernos y podíamos ver cómo se reducían año tras año los glaciares que atravesábamos para acceder a los picos de las montañas.
Un glaciar es esencialmente energía y fuerza suspendidas. Es, en cierto sentido, vida congelada en el tiempo. Pero ahora se quedan sin tiempo. El ecosistema del planeta, empujado más allá de sus capacidades para adaptarse a los traumas humanos, está en un estado de caída libre. En un abrir y cerrar de ojos en términos geológicos, grandes partes naturales del mundo están cayendo en el olvido.
La vida moderna ha comprimido el espacio y el tiempo. Puedes cruzar el mundo en cuestión de horas y obtener información en nanosegundos. El precio de esto, junto con todo aquello que queremos todo el tiempo, es una desconexión total del planeta que sostiene nuestras vidas.
El ritmo frenético de la vida contemporánea está teniendo un impacto devastador sobre el planeta. Los humanos han transformado más de la mitad de las partes de la Tierra que no tienen hielo. Hemos cambiado la composición de la atmósfera y la química de los océanos de los que venimos. Actualmente utilizamos más de la mitad del agua dulce accesible y se han desviado o se han construido presas sobre la mayoría de los grandes ríos del mundo.
Como especie, ahora dependemos y estamos sobre el abismo de un futuro de geoingeniería que hemos creado para nosotros mismos. Nuestro apetito voraz está consumiendo la propia naturaleza. Nos hemos negado a escuchar las advertencias que la Tierra nos ha estado enviando y no hay ningún equipo de rescate en camino.
Utqiagvik, el punto más septentrional de EEUU
A finales de julio de 2017 volé a la costa norte de Alaska. Pocos días después de llegar, di un paseo matinal por el Océano Ártico. La única constante es la costa bajo mis botas y el sonido crujiente de pequeñas piedras a mi paso. Aquí arriba, a tan solo 2.000 kilómetros del polo norte, el sol nunca se pone en verano y el tiempo se extiende hasta que pierde su significado.
Utqiagvik (antiguamente conocido como Barrow), una de las antiguas poblaciones de esta región, es el punto más septentrional de Estados Unidos. El pueblo indígena que reside aquí, los Iñupiat, ha aprendido a vivir al borde de la tundra y los mares, con las ballenas, los pájaros y los bloques de hielo flotantes.
Allí conocí a Marvin Kanayutak, un hombre de 55 años que nació y creció en Utqiagvik, igual que hicieron sus padres. Se dedica a la caza de ballenas y trabaja como voluntario en rescates. Kanayutak cuenta cómo antes, en invierno, solía haber crestas en el hielo marino de entre 15 y 18 metros –formadas por la presión entre dos bloques–, pero ahora están de “suerte” si encuentran una de seis metros de alto. En primavera, salir a través del hielo para encontrar mar abierto solía llevar dos semanas de trazar y hacer camino. Ahora solo les lleva un par de días porque el agua está mucho más cerca.
Kanayutak cuenta que también trabaja como sepulturero de forma voluntaria. El permafrost solía estar entre 25 y 30 centímetros por debajo de la superficie, por lo que cavar una tumba llevaba unos tres días de trabajo con un picahielo. Ahora el permafrost está más cerca de la superficie y es más blando, por lo que puede cavar una tumba en unas pocas horas.
El permafrost es una capa del terreno que está continuamente congelada durante un periodo de dos o más años. Contiene plantas muertas que consumían CO2 de la atmósfera hace siglos y que entonces se congelaron antes de descomponerse.. Cuando se derrite, la actividad microbiana convierte una gran porción de ese material orgánico en metano y CO2, que se vuelve a liberar a la atmósfera. Según un informe de la NASA, durante centenares de milenios, “el permafrost ártico ha acumulado inmensas cantidades de carbono orgánico”. Se estima que esta cifra está entre 1.400 y 1.850 gigatoneladas, en comparación con las 850 gigatoneladas de carbono presentes en la atmósfera terrestre.
Toneladas de carbono escondidas entre el hielo
Los científicos y otros colectivos se están dando cuenta que el permafrost Ártico es menos permanente de lo que implica su nombre. Las estimaciones de cuánto carbono se liberará cuando se derrita el permafrost calculan unos 1.500 millones de toneladas anuales, que es prácticamente la misma cantidad de las actuales emisiones anuales de carbono de EEUU por combustibles fósiles.
La Tierra no ha visto los niveles actuales de CO2 en la atmósfera desde el Plioceno, hace unos tres millones de años. Tres cuartas partes de ese CO2 seguirá aquí dentro de 500 años. Lleva una década experimentar el efecto completo de las emisiones de CO2. Incluso si frenamos todas las emisiones de gases de efecto invernadero, llevaría otros 25.000 años para que los océanos absorbiesen la mayor parte de los que actualmente está en la atmósfera.
El doctor Kevin Schaefer, investigador científico del National Snow and Ice Data Center, estudia el calentamiento de la superficie del planeta resultado de la liberación de carbono del permafrost y estima que este puede ser de 0,2 grados para el año 2100, e incluso más. Esto significa que la liberación de carbono producida por la desaparición del permafrost tendrá un efecto climático a largo plazo, incluso a pesar de que se alcance el objetivo de limitar el aumento de la temperatura atmosférica a 2 grados.
Cuando estuve en Utqiagvik hablé con el doctor Vladimir Romanovsky, profesor de geofísica en la Universidad de Alaska Fairbanks especializado en el permafrost. Su laboratorio ha estado recabando datos de temperatura cada año en muchos lugares por todo el mundo, pero sobre todo en Alaska, Canadá y Rusia.
“Si se acerca más al punto de descongelación, entonces se vuelve inestable”, cuenta Romanovsky. “¿Cuál es la temperatura y cuán estable es? Esa es la información más crucial para cualquier estudio de permafrost”, añade.
Los cambios que están ocurriendo en el permafrost de la Vertiene Norte de Alaska se deben a algunos de los aumentos de temperatura más notables del mundo. En 35 años de medición, la temperatura a 20 metros por debajo del suelo ha aumentado 3 grados. Y en la superficie del permafrost a un metro por debajo del suelo la temperatura media ha aumentado 5 grados desde mediados de los 80. Incluso pequeños aumentos acercan a 0 grados la temperatura del permafrost. Y cruzar esa línea significa que este empezará a derretirse.
2016, la temporada más larga sin nieve en 115 años
Dos días después de salir de Utqiagvik, volé desde Anchorage a Seattle de camino a casa. 45 minutos antes de aterrizar, a más de 10.500 metros de altura, el avión entró en una nube de humo de tonos grises y marrones procedente de los 146 incendios que estaban abrasando la Columbia Británica (Canadá) bajo nuestros pies. Por aquel entonces, ya habían quemado más de 240.000 hectáreas y habían obligado a 7.000 personas a huir de sus casas. Descendimos por la nube marrón hasta que aterrizamos en Seattle, que también estaba envuelta por el humo.
Unos días después, un borrador filtrado de un informe de científicos estadounidenses de 13 agencias federales diferentes advertía sobre el peor escenario posible, que consistiría en un calentamiento que llevaría la temperatura media del Ártico a 7 grados bajo cero entre 2071 y 2100. El informe también señala que el Ártico está perdiendo cada década más del 3,5% de su capa de hielo marino, que la extensión del hielo marino en septiembre se ha reducido más de un 10% cada década, que el hielo terrestre está desapareciendo a una velocidad cada vez más rápida y que la gravedad de las tormentas de invierno está aumentando por el aumento de las temperaturas.
Las malas noticias parecen interminables: la temporada sin nieve en la Vertiente Norte de Alaska se está alargando. 2016 vivió la temporada más larga sin nieve en 115 años de registro–aproximadamente un 45% más larga que el periodo medio sin nieve de las últimas cuatro décadas–. La temperatura en octubre en Utqiagvik aumentó 7,2 grados entre 1979 y 2012, una cifra sorprendente.
Mientras la cultura colonialista occidental cree en “derechos”, muchas culturas indígenas enseñan “obligaciones” con las que nacemos: obligaciones respecto a aquellos que vinieron antes y obligaciones respecto a los que vendrán después. Y obligaciones para con la Tierra. Cuando me pregunto cuáles son mis obligaciones, me surge una pregunta aún mayor: en este momento y sabiendo lo que está pasando en el planeta, ¿a qué dedico mi vida?
Traducido por Javier Biosca Azcoiti