Hace sesenta años este enero, el siniestro dictador Fulgencio Batista abandonó Cuba y la dejó en manos de Fidel Castro y su ejército guerrillero. Como lo sabe a grandes rasgos cualquiera que haya visto El padrino II, Batista reunió a sus compinches para una fiesta de Año Nuevo, donde anunció que iba a escabullirse en medio de la noche. El círculo de sus allegados salió en estampida hacia el aeródromo y a las 2:40 de la mañana despegaron rumbo a Florida (a Jacksonville, no a Miami, que entonces era considerada demasiado pro-Fidel), mientras que el dictador partió hacia República Dominicana.
La victoria de Castro fue una sorpresa absoluta, incluso para él. En la actualidad es difícil recordar cómo todo el mundo se contagió de la emoción: un grupo de jóvenes persistentes e idealistas se las habían ingeniado para derrotar a un ejército profesional de 40.000 soldados. Muchos estadounidenses, incluso algunos dentro de la CIA, apoyaban a Castro.
Castro viajó por toda Cuba durante una semana en la llamada Caravana de la Victoria. Lo entrevistó el conductor estadounidense Ed Sullivan, quien dijo que Castro y sus “barbudos” iban en línea con “la verdadera tradición estadounidense de George Washington”. La revista Life llevó a Castro en su portada y lo llamó “académico rebelde de barba” un “jefe dinámico” y “el liberador”.
El punto culminante de esta Fidelmanía fue la visita de Castro a Estados Unidos en abril de 1959. Habló ante una multitud deslumbrada de casi 30.000 personas en Central Park. Una admiradora dijo efusivamente: “Fidel Castro es lo mejor que le ha pasado a las mujeres norteamericanas desde Rudolph Valentino”.
Sesenta años después, se siente melancólico recordar cómo todo ese optimismo se perdió. Las manifestaciones de amor se disiparon con rapidez; en cuestión de un año, Estados Unidos y Fidel Castro se habían vuelto enemigos mortales, y así se mantendrían durante décadas.
Sin embargo, la historia cubana podría contarse en ciclos de seis décadas, con simetrías que ni un novelista sería capaz de inventar. Un aniversario aún más simbólico que el de 1959 es el del Año Nuevo justo seis décadas antes: el 1 de enero de 1899, cuando se izó la bandera estadounidense de franjas y estrellas en La Habana tras la guerra hispano-estadounidense. Ese evento, que hoy en día ha sido casi olvidado, fue el inicio formal de la ocupación militar de Cuba, que daría forma a su destino y complicaría hasta el día de hoy la relación entre ambas naciones.
Seis meses antes, Estados Unidos había intervenido en la amarga guerra cubana por la independencia de España, que se había prolongado desde 1895, y en el último momento (a los ojos de los cubanos) les arrebató la victoria por la que tanto habían luchado. Los cubanos pronto se dieron cuenta de que se había ido un amo colonial pero que había llegado otro.
Durante la campaña militar, los oficiales estadounidenses habían tratado con desdén a las fuerzas armadas locales, heterogéneas y de raza mixta, sin importar que estas habían impuesto una fuerte resistencia independentista. Se generó un resentimiento enorme cuando los estadounidenses se rehusaron a dejar que los soldados cubanos asistieran a la ceremonia de rendición del ejército español en Santiago de Cuba. Incluso su comandante general fue rechazado en la puerta.
Para cuando Cuba se independizó oficialmente de Estados Unidos, el 20 de mayo de 1902, la isla se había convertido en un Estado vasallo, el cual muchos estadounidenses esperaban que algún día se anexara a la unión de territorios de ese país. Los ocupantes construyeron obras públicas de buena calidad, arreglaron los sistemas de alcantarillado y pavimentaron las calles —los españoles habían dejado el territorio en ruinas—, pero también les dieron rienda suelta a los oportunistas estadounidenses.
Al poco tiempo, gran parte de las mejores tierras de cultivo en Cuba quedaron en manos de empresas con sede en Estados Unidos, al igual que muchas vías férreas y casi todos los sistemas eléctricos y telefónicos. La Enmienda Platt, un añadido a una ley de gastos de 1901 del ejército estadounidense que se incorporó a la Constitución cubana más tarde ese mismo año, incluso le dio a Washington el derecho de intervenir militarmente en la política de la isla, cosa que hizo en dos ocasiones en los años siguientes, además de que le otorgó a Estados Unidos el contrato de arrendamiento permanente en la base naval de la bahía de Guantánamo.
Durante las siguientes seis décadas, Washington respaldó a una serie de presidentes cubanos despreciables con la finalidad de proteger sus intereses económicos. Estados Unidos, que en el siglo XIX fue un modelo de libertad y democracia para los movimientos independentistas latinoamericanos, pasó a ser vista en el siglo XX como una nación hipócrita (en el mejor de los casos) y malévola (en el peor).
No fue una coincidencia que Fidel Castro diera su primer discurso de victoria aquella noche del 1 de enero de 1959 en Santiago de Cuba, donde declaró que no iban a repetirse las afrentas del pasado. El discurso que ofreció en La Habana una semana después tuvo lugar en otro sitio simbólico: el Campamento de Columbia, el cual se había construido como una base para el ejército estadounidense. En la actualidad, el sitio del antiguo campamento alberga la Ciudad Escolar Libertad con un Museo Nacional de la Campaña de Alfabetización.
La Revolución cubana de 1959 no brotó de la nada; no puede comprenderse sin antes reconocer el primer aniversario atribulado de Año Nuevo, en 1899. El extenso apoyo de Washington al corrupto y homicida Batista en la década de los cincuenta fue solamente el resultado más infame. Castro y sus compañeros querían que su isla fuera verdaderamente independiente, lo que implicaba escapar del control económico de Estados Unidos, un objetivo que a los pocos meses de la victoria encaminó a los dos países hacia una colisión.
Hace tres años, quizá habría parecido posible que en 2019 empezara un nuevo ciclo de sesenta años y se pusiera fin al conflicto más largo de la Guerra Fría. Parecía que la distensión de la época de Barack Obama, incluida la visita de ese presidente estadounidense —sin mencionar un concierto de The Rolling Stones en La Habana—, iba a dar paso a una nueva era. El 1 de enero de 2019 pudo haber sido una buena fecha simbólica para que Estados Unidos pusiera fin a su anticuado embargo comercial, que ha estado vigente desde el gobierno de John F. Kennedy.
Tales especulaciones suenan como ciencia ficción en esta era oscura y estrecha de miras del presidente Donald Trump. Sin embargo, no se podrá tomar un camino de progreso si no reconocemos que los vínculos históricos entre Estados Unidos y Cuba han sido mucho más complejos durante los últimos 120 años de lo que están dispuestos a recordar los republicanos estadounidenses de línea dura, y que la responsabilidad que le corresponde a Estados Unidos por el estado actual de Cuba también es profunda.