El día después de mi cumpleaños número 80, que se desbordó de buenos deseos, sorpresas y celebraciones a prueba de covid, me desperté sintiéndome realizada y pensando que, pase lo que pase en adelante, estoy bien con ello. Mi vida ha sido gratificante, mi lista de deseos está vacía, mi familia es próspera, y si todo se acaba mañana, que así sea.
No es que anticipe hacer algo que acelere mi muerte. Seguiré haciendo ejercicio con regularidad, comiendo de forma saludable y esforzándome por minimizar el estrés. Pero también estoy haciendo un balance de los muchos rasgos comunes del envejecimiento y decidiendo qué debo reconsiderar.
He encontrado mucha inspiración y orientación en un nuevo libro, Stupid Things I Won’t Do When I Get Old, de Steven Petrow, escrito con Roseann Foley Henry. Petrow, que también es columnista, pero es casi dos décadas más joven que yo, empezó a pensar en el futuro tras observar los errores de sus padres al envejecer, como esperar demasiado tiempo para conseguir aparatos auditivos.
Yo hice un inventario similar de mi vida y empecé por arriba, con mi pelo. Llevaba décadas pintándomelo, cada vez más claro a medida que envejecía. Pero me di cuenta de que durante la pandemia, muchas personas (tanto hombres como mujeres de todas las edades) habían dejado de cubrirse las canas. Y se veían bien, a veces mejor que con el pelo teñido de oscuro por encima de una fachada arrugada. Hoy en día, yo también tengo canas y me encantan, ¡aunque ya no puedo culpar a mi perro de los pelos blancos en el sofá!
También he resistido la tentación común de cubrir otros problemas cosméticos. Ahora apenas me maquillo y mi traje habitual de verano sigue siendo el de pantalón corto y camiseta de tirantes. Malditas arrugas. Estoy orgullosa de tenerlas.
Pero me seguiré irritando con la mala gramática y corregiré el mal uso del lenguaje siempre que pueda.
Y me resistiré obstinadamente a modificar mis hábitos solo por evitar posibles tragedias que otros prevén. Paseo a mi perro por el bosque sobre rocas resbaladizas, raíces y troncos caídos para poder disfrutar de su intrépida energía y atletismo y mejorar mi propio equilibrio y confianza en mí misma. El médico que controla mi salud ósea termina cada consulta con una orden: “No te caigas”, y el traicionero paseo por el bosque forma parte de mi respuesta. Como subrayó Petrow, el miedo a las caídas “en realidad puede provocar más caídas”, ya que te hace estar indebidamente ansioso, vacilante y centrado en tus pies en lugar de en lo que tienes delante.
Mi cocina se construyó para una cocinera de metro y medio que, gracias a la escoliosis y mi encogimiento, es ahora varios centímetros más baja. Eso significa que a menudo trepo para alcanzar artículos que no puedo guardar en un estante más cercano. Pero siempre utilizo un taburete robusto, a diferencia de un amigo de 78 años que tontamente se subió a una silla (un gran no-no), se cayó y se lesionó la espalda.
Cuando le pregunté a una mujer de mi edad cómo se sentía, me dijo: “tengo problemas”, y yo le contesté: “todos tenemos problemas. El secreto para envejecer con éxito es reconocer los propios problemas y adaptarse a ellos”. Aprendo constantemente lo que puedo y lo que no puedo hacer y pido o pago ayuda cuando la necesito.
Tarde o temprano, todos debemos reconocer lo que ya no es posible y encontrar alternativas. Hace años, la mecánica del cuerpo me obligó a dejar el tenis y el patinaje sobre hielo, y ahora la extenuante jardinería. Sigo haciendo paseos de 16 kilómetros en bicicleta varias veces a la semana cuando hace buen tiempo, pero los viajes en bicicleta de dos semanas subiendo y bajando colinas ya son historia.
Una querida amiga de más de 90 años es mi modelo a seguir y me ayuda a tener los pies sobre la tierra. Cuando le pregunté si me acompañaría en un viaje al extranjero, me dijo: “Gracias, pero ya no estoy para el nivel de actividad que implica”.
Me prometí dejar de hablar con quien quiera escuchar sobre mis dolores, molestias y achaques, lo que Petrow llamó el “recital de órganos”. No proporciona alivio; de hecho, puede incluso empeorar el dolor. En lugar de infundir empatía, el “recital de órganos” probablemente aleje a la mayoría de la gente, especialmente a los jóvenes.
Y yo aprecio a mis amigos jóvenes que me mantienen joven de espíritu y centrada en cuestiones importantes para mis hijos y nietos y el mundo que heredarán. Ellos, a su vez, dicen que valoran la información y la sabiduría que puedo ofrecer.
También me esfuerzo por decir algo halagador o alegre a un desconocido cada día. Eso alegra la vida de ambos y me ayuda a centrarme en la belleza que me rodea. Pero mi consejo más valioso: vive cada día como si fuera el último, con un ojo puesto en el futuro por si no lo es, una lección que aprendí de adolescente cuando mi madre murió de cáncer a los 49 años. Su muerte me acostumbró a las pérdidas catastróficas, que manejo mejor que las pequeñas.
Lo más difícil en el futuro será manejar. Cuando tenía unos 70 años, mis hijos empezaron a pedirme que dejara de conducir simplemente por mi edad. No había tenido ningún accidente, ni siquiera casi accidentes, ni me habían puesto una multa por una infracción de tráfico. Aun así, me subieron el seguro de responsabilidad civil (OK, dije, si les hace sentir mejor). Y, para quitármelos de encima, dejé mi minivan de diez años y la sustituí por uno de los carros más seguros de la carretera, un Subaru Outback.
Al igual que muchos otros autos del mercado, el Subaru cuenta con varios accesorios de protección que compensan la disminución de los sentidos y la lentitud de reacción que acompañan al envejecimiento. Me avisa cuando se acerca un carro, una bicicleta o un peatón al salir de un estacionamiento. Se detiene en seco cuando algo aparece o se detiene repentinamente frente a mí. Si giro la cabeza para ver algo, parpadea “Mantenga la vista en la carretera”.
También estoy empezando a enfrentarme a otro problema agobiante especialmente común entre quienes han vivido mucho tiempo en un mismo lugar: el desorden. Tengo un miedo latente a “quedarme sin” cosas y por eso compro y guardo crónicamente más que suficiente de todo. Mi difunto marido decía que nuestra casa era un refugio antiaéreo que podía mantenernos durante un año. También soy terrible a la hora de deshacerme de objetos que algún día pueden ser útiles. Me dijo que le recordaba a una anciana que conocía que guardaba trozos de cuerdas “demasiado pequeños para usarlos”. Estoy tomando a pecho su consejo. Deséame suerte.