MANAGUA, Nicaragua — Daniel Ortega se convirtió en un héroe de Nicaragua porque ayudó al derrocamiento de un célebre dictador. Ahora, 40 años después, se ha convertido en un líder autoritario muy parecido al que solía combatir.
Después de sofocar metódicamente a la oposición y las críticas, Ortega prácticamente ha asegurado su victoria en las elecciones presidenciales del domingo, lo que representa un giro hacia un modelo abiertamente dictatorial que podría servir como precedente para otros líderes en América Latina.
Detuvo a los aspirantes que planeaban postularse contra él, cerró los partidos de la oposición, prohibió los grandes eventos de campaña y clausuró centros de votación. Incluso encarceló a algunos de los viejos sandinistas que lucharon con él para deponer al dictador Anastasio Somoza.
“No son elecciones, una farsa es lo que va a haber”, dijo Berta Valle, la esposa de uno de los líderes de la oposición que está en prisión. “Aquí nadie va a elegir. Es que el único candidato es Daniel Ortega”.
El control casi absoluto de Ortega sobre Nicaragua, según los analistas, ha dado paso a una nueva era de represión y terror en el país, lo cual marca un giro hacia un modelo abiertamente dictatorial que podrían imitar otros líderes en toda América Latina. Su declaración de victoria supondría otro golpe a la agenda del presidente estadounidense, Joe Biden, en la región, donde el gobierno no ha conseguido frenar la caída antidemocrática ni el éxodo masivo de personas desesperadas hacia Estados Unidos. Incluso antes de que se anunciaran los resultados el domingo, la Casa Blanca emitió un comunicado en el que denunciaba “una elección de pantomima que no fue libre, justa ni, ciertamente, democrática”.
Se ha interceptado a un número inédito de nicaragüenses al cruzar la frontera suroeste de Estados Unidos este año, ya que miles de personas huyeron del país después de que Ortega comenzó a reprimir a la oposición. Y más de 80.000 nicaragüenses viven como refugiados en la vecina Costa Rica.
“Este es un punto de inflexión hacia el autoritarismo en la región”, dijo José Miguel Vivanco, director de la División de las Américas de Human Rights Watch, quien describió la represión de Ortega como “una película de terror en cámara lenta”.
“Ni siquiera está tratando de mantener una especie de fachada de gobierno democrático”, dijo Vivanco del líder nicaragüense. “De manera flagrante y abierta, está decidiendo hacer de las elecciones una representación”.
La comisión encargada de monitorear las elecciones fue confiada a personas leales a Ortega y no se organizaron debates públicos entre los cinco candidatos que quedaban en la contienda, todos los cuales son miembros poco conocidos de partidos alineados con su gobierno sandinista.
Cuando abrieron las urnas el domingo por la mañana y los nicaragüenses comenzaron a emitir sus votos, algunos centros de votación presentaron filas. Pero a medida que avanzaba el día, muchos centros estaban prácticamente vacíos. Las calles de la capital, Managua, también estaban apacibles, con pocos indicios de que unos comicios importantes se estuvieran llevando a cabo.
La noche anterior, al menos cuatro personas de organizaciones de la oposición fueron arrestadas y sus casas allanadas por la policía.
“Estas elecciones son, gracias a Dios, una señal, un compromiso de la inmensa mayoría de los nicaragüenses de votar por la paz”, dijo Ortega en una transmisión por la televisión nacional el domingo. “Estamos enterrando la guerra y dándole vida a la paz”.
Ortega llegó al poder por primera vez tras ayudar a liderar la revolución que derrocó la dictadura de Anastasio Somoza en 1979. Más de una década después, fue destituido por los electores nicaragüenses, en la que se consideró la primera elección democrática del país.
Esa lección sobre los riesgos del gobierno democrático parece haber marcado el resto de la vida política de Ortega. Regresó a la presidencia en 2007, tras conseguir que un partido rival aceptara una reforma legal que permitía a un candidato ganar las elecciones con solo el 35 por ciento de los votos, y luego pasó años debilitando las instituciones que sostenían la frágil democracia nicaragüense.
Dejó claro que no toleraría la disidencia en 2018, cuando envió a la policía a reprimir con violencia las protestas contra su gobierno, lo que provocó cientos de muertos y acusaciones de grupos de derechos humanos de crímenes contra la humanidad.
Pero la repentina oleada de detenciones antes de las elecciones, que envió a siete candidatos políticos y a más de 150 personas a la cárcel, transformó el país en lo que muchos activistas describieron como un Estado policial, donde incluso las expresiones leves de disidencia son silenciadas por el miedo.
Hace poco, un cronista deportivo fue encarcelado por una serie de publicaciones en Twitter y Facebook que criticaban al gobierno, en virtud de una nueva ley que impone hasta cinco años de cárcel a quien diga algo que “ponga en peligro la estabilidad económica” o el “orden público”.
Tras el inicio de las detenciones, Estados Unidos impuso nuevas sanciones a funcionarios nicaragüenses y la Organización de los Estados Americanos condenó al gobierno. Este mes, el Congreso estadounidense aprobó una ley que exige más medidas punitivas para Nicaragua. Pero esa presión no le ha impedido a Ortega eliminar de manera sistemática cualquier obstáculo a su victoria del domingo.
Una encuesta reciente mostró que el 78 por ciento de los nicaragüenses considera que la posible reelección de Ortega es ilegítima y solo el 9 por ciento apoya al partido gobernante. Sin embargo, muchos se niegan a cuestionar al gobierno en público, por miedo a ser detenidos o acosados por los representantes del partido sandinista que están apostados en todos los barrios para vigilar las actividades políticas.
La lideresa de un grupo de vigilancia electoral, Olga Valle, abandonó el país después de que el gobierno de Ortega comenzó a perseguir a cualquiera que hablara en su contra.
“Había mucho temor de dar la cara”, explicó Valle. “Hay una restricción absoluta de las libertades, la ciudadanía está sin ninguna posibilidad de reunirse, de organizarse”.
La primera aspirante a la presidencia que fue atacada fue Cristiana Chamorro, la principal opositora nicaragüense e hija de la mujer que desbancó a Ortega en 1990 tras su primera etapa en el poder.
La policía puso a Chamorro bajo arresto domiciliario un miércoles de junio, el día después de que Antony Blinken, el secretario de Estado estadounidense, pronunciara un discurso en la vecina Costa Rica sobre la importancia de fortalecer la democracia.
Félix Maradiaga, quien también aspiraba a contender contra Ortega, fue encarcelado días después, y permaneció ahí durante meses antes de que a su hermana se le permitiera una visita de 20 minutos.
Su esposa, Berta Valle, exiliada en Estados Unidos desde que recibió amenazas tras las protestas de 2018, dijo que su marido ha perdido 20 kilos y que durante meses el único baño en su celda era un agujero. El político nicaragüense le contó a la familia que se le obliga a permanecer en completo silencio, excepto cuando se le somete a interrogatorios diarios. “Es una tortura psicológica”, dijo su esposa.
A Maradiaga se le ha permitido reunirse con su abogado en una sola ocasión, rodeado de guardias fuertemente armados, añadió su esposa. Poco después, el abogado huyó del país.
Para el mes de agosto, el único de los partidos de la oposición que quedaba en pie era Ciudadanos por la Libertad, un movimiento de la derecha al que algunos especulaban que se le permitiría contender para dar al menos la impresión de una contienda justa. Pero después la comisión electoral dio una conferencia de prensa en la que anunció la desaparición del partido.
“Ni siquiera terminé de verla”, dijo Kitty Monterrey, presidenta del partido. “Cogí mis pasaportes y salí corriendo. No miré atrás”.
Se escabulló al caer la noche, a fin de evadir a la policía que se había apostado en la entrada. Para llegar a Costa Rica, Monterrey atravesó ríos a pie y a caballo durante 14 horas. Cumplió 71 años el día de su viaje.
“Esto no es un proceso electoral en absoluto”, denunció Monterrey. “Las elecciones se dan cuando se tiene derecho a elegir, pero todos están en el exilio o en la cárcel”.
En Nicaragua no hay observadores electorales, solo los llamados “acompañantes” electorales, una mezcla de funcionarios traídos de países como España, Argentina y Chile, muchos de los cuales son miembros de sus partidos comunistas locales. Su trabajo, dijo hace poco una integrante de la comisión electoral, no consiste en “intervenir” sino en “ver” y “disfrutar” del proceso electoral.
En todo el país hay pocos indicios de que se esté disputando el cargo más alto de la nación.
Imágenes gigantescas de Ortega y su esposa, la vicepresidenta del país, se ciernen sobre las calles. Los sitios de vacunación reproducen estribillos revolucionarios con títulos como “el comandante se queda”. En los edificios gubernamentales ondea la bandera del partido sandinista junto a la bandera de Nicaragua.
Pero además de un puñado de folletos con logotipos de los partidos de la oposición en Managua, la capital, no hay espectaculares ni carteles de campaña en los que aparezca nadie más.
“A Ortega se le cayó la máscara”, dijo Valle, la esposa del líder opositor encarcelado. “Él no va a poder esconderse nunca más”.