Una multitud de 5000 personas agotó el pasado 7 de abril las entradas del Teatro Cervantes de Buenos Aires. No actuaba ninguna estrella de la televisión, ni siquiera un youtubero famoso. Las mesas redondas, los recitales y las presentaciones artísticas corrían a cargo de filósofos, escritores, artistas y profesores.
Mucho antes de la sociedad del espectáculo, el protagonista de esta jornada lleva doscientos años recorriendo el mundo. Con lectura y discusión se celebraba hace un mes en Argentina el bicentenario del nacimiento de Karl Marx, uno de esos escasos intelectuales que —como Jesús o Lutero— cambiaron la historia de la humanidad.
El teatro se llenó de gente joven. El gobierno de Mauricio Macri ha multiplicado en pocos meses el precio de las tarifas del agua, el gas y la luz. Ya no hay nadie en Buenos Aires que niegue la corrupción de los Kirchner, pero el neoliberalismo violento no parece la mejor alternativa.
En el contexto de la crisis o de la caída de los gobiernos progresistas de la pasada década, del purgatorio cubano y del infierno de Venezuela, sin más paraíso relativo para la izquierda latinoamericana que el minúsculo ejemplo de Uruguay, se entiende que la juventud busque respuestas en el viejo filósofo de la dialéctica de la lucha de clases, ahora que asumimos el triunfo de un capitalismo paradójico: democrático y (neo)liberal.
Un capitalismo que ha sido brillantemente dibujado, a partir de textos de Marx, por el ilustrador español Maguma en El Dios Dinero en clave de retablo del Bosco multiétnico. Como el imaginario de los nuevos partidos marxistas del sur de Europa, el suyo es una remezcla de elementos de diversas procedencias. Los seres humanos son diminutos y caminan inclinados por un paisaje de pesadilla. El Dios del Capital es un cerdo con cuernos, traje y corbata. La iconografía es por momentos bíblica, por momentos pop, claramente oriental, pero sobre todo mitológica.
Porque Marx fue influyente en vida, pero fue tras su muerte cuando se convirtió en un mito. Peor aún: en un -ismo. Lo narra con perspicacia Gareth Stedman-Jones en Karl Marx. Ilusión y grandeza, una contundente biografía que muy probablemente vaya a ser el libro más importante que se publique en español este año de aniversario.
El marxismo fue una invención, “una creación de Engels en sus libros y panfletos, partiendo del Anti-Dühring, publicado en 1878″. Gracias al apóstol, se erigió en una alternativa al nacionalismo, al republicanismo o al anarquismo por toda Europa. Después el comunismo soviético reivindicó a Marx como su fundador y el marxismo se hizo mundial. Y se multiplicaron los filósofos más o menos marxistas hasta el día de hoy.
Tras asumir los salvajes exterminios del estalinismo y del maoísmo —las dos principales corrientes políticas que tradujeron la teoría marxista a la realidad—, el pensamiento de izquierda fue experimentando diversas transformaciones durante el último tercio del siglo XX.
En su excelente Gran Hotel Abismo. Biografía coral de la Escuela de Frankfurt, Stuart Jeffries destaca en el epílogo la obra de Axel Honneth, director en los años noventa del Instituto de Investigación Social. En ella, “el objetivo no es la revolución, sino la mejora gradual del capitalismo y de la democracia hasta el punto en que podamos ser totalmente reconocidos como sujetos humanos”.
Se situó así en la estela de Habermas; traicionó así la de Adorno y otros miembros de la Escuela de Frankfurt como Marcuse, Fromm o Horkheimer. Todos ellos pensadores enormes, la mayoría de origen judío como Marx. Pero también “librescos, neuróticos, mal adaptados a la ética del darwinismo social” —como dice Jeffries—, hijos de papá que se rebelaron contra el sistema socioeconómico de papá y revolucionarios de salón que, pese a su origen alemán, observaron desde la segura Nueva York la evolución de los fascismos europeos. En los años noventa del siglo pasado, pues, ya no era posible defender la revolución marxista, ni siquiera en el refugio de la teoría.
Como recuerda Iván de la Nuez en El comunista manifiesto, los fantasmas solamente pueden existir después de que algo o alguien haya muerto. Cuando Marx y Engels decidieron empezar su celebérrimo manifiesto afirmando que “Un fantasma recorre Europa”, sin darse cuenta, profetizaron el futuro fantasmagórico de la ideología que estaban defendiendo.
Tras la muerte de Marx nació el marxismo que conquistó la mitad del mundo. Y tras la caída del Muro de Berlín en 1989, comenzó la existencia ectoplasmática del comunismo, que se extiende hasta nuestros días.
En el inicio de ese lapso se sitúa la novela de Juan Goytisolo La saga de los Marx, publicada en 1993, en la que puso en diálogo la vida de la familia de Karl Marx con la televisión española y el cine de Fellini. Y, en el final, algunas de las series de televisión de los últimos meses: desde Damnation, que narra la historia no contada de los brotes de revolución obrera en los Estados Unidos durante los años treinta (por supuesto, ha sido cancelada: no hay espacio para esas narrativas en el país de Trump), hasta Las entrevistas a Putin, de Oliver Stone, que acaba con un paseo del director por las lápidas que recuerdan en los jardines del Kremlin a los grandes personajes de la historia del comunismo.
En 2010 la artista colombiana Milena Bonilla calcó la inscripción de la tumba de Marx y retrató en video sus grietas, en la “Stone Deaf”. El proyecto se inscribe en una obsesión mayor, la que la llevó a copiar a mano una edición pirata en español de El Capital, en formato lienzo. Con la mano derecha. Y después, con la izquierda, en formato libro. En su trabajo sobre el alemán bicentenario encontramos —por tanto— la insistencia en la copia y el calcado: precisamente, en la espectralidad.
El Capital / Manuscrito siniestro es por momentos un libro legible, pero en la mayoría de sus páginas no entendemos dos frases seguidas. Es fascinante e inquietante, elocuente y esquivo: como un fantasma que se nos aparece en cada recodo del castillo. Un castillo que a veces parece una interesantísima biblioteca gótica y, otras, un laberinto kafkiano.