Márcio Mizael Matolas nació en un barrio paupérrimo de Río de Janeiro y hoy, 44 años después, vive en un castillo. Está en una de las calles con el metro cuadrado más caro de la ciudad, tiene vistas al Atlántico, vecinos ricos y una cancha de voleibol al lado. Él lleva a veces una corona real como para que se vea quién es cuando sale de su castillo, que no deja de ser una enorme construcción de arena, tan impresionante como efímera, algo absurdo para muchos pero muy razonable para Márcio. “A la gente le gusta mucho poseer, yo intento no apegarme a nada”, explica, muy filosófico.
Es posible que esa sea la principal lección de su vida. Ya antes de nacer perdió a su padre; a los ocho años empezó a vivir en la calle. Para sobrevivir, vendía tebeos, revistas y libros usados en el barrio de Flamenco, al sur de la ciudad. Leer no sabía, pero vender sí. En una de las playas de Flamengo construyó un día una pirámide. Su primer castillo. “Después aprendí a hacer pirámides incas, mayas, aztecas… Veía los dibujos en las revistas”, cuenta para EL PAÍS, refugiado en la sombra de un árbol al lado de una playa.