A la historia no la mueve la ideología. La mueve la biología.
A la historia la empujan los seres que habitan en nuestros cuerpos: millones de millones de bacterias, virus, hongos y protozoos a los que nadie nos ha presentado personalmente pero que gobiernan nuestra vida y deciden nuestra muerte.
Sin ellos no habría pensamiento. Ni el enfermizo deseo de vivir que le precede. “Ese deseo no vive en los pensamientos, es más fuerte que el pensamiento –escribió el reportero Vasili Grossman en la ofensiva final de Stalingrado–; existe en la respiración, en las aletas de la nariz, en los ojos, en los músculos, en la hemoglobina de la sangre que devora ávida el oxígeno”.
Es ahí, en la respiración, en el sudor, en el roce con el aliento, donde más se percibe el decisivo poder de los seres que nos habitan. Es algo que mi amigo Guillermo Cervera ha experimentado con los dos candidatos a la presidencia de Estados Unidos. Ha estado a un palmo de las aletas de su nariz. Es el autor de las dos fotografías que ilustran este texto. Las hizo en las primarias de Iowa, a Donald Trump hace cuatro años y a Joe Biden el pasado enero.
Para poder fotografiar a Trump, Guillermo tuvo que burlar todos los cordones de seguridad. “A la prensa nos encerraron como en una jaula para perros. No nos dejaban interactuar con sus fans –explica–. Me pasé las normas por el forro y me mezclé con la white trash (basura blanca). Al principio pasé inadvertido porque yo soy muy white trash. Pero empecé a hacer fotos y me pasó algo rarísimo, algo que sólo me ha pasado en lugares como Afganistán o Libia: mi presencia incomodaba a la gente. Me miraban como diciendo qué coño haces, lárgate de aquí. Iba cambiando de lugar para que no me echaran”.
Cuando Trump acabó el mitin y ya salía del recinto, Guillermo se plantó ante él ofreciéndole la mano derecha y sujetando la cámara con la izquierda a la altura del pecho. “Trump clavó su mirada en mi mano extendida. No me miró a los ojos. Me esquivó. Me ignoró como a una bacteria”. ¿Cómo es él? “Biológicamente denso. Tiene algo de impostor, de no creer en lo que dice”. ¿Y Biden? “Arrogante. Sensación de decrepitud biológica. Con cabello de instituto capilar. Y me sorprendió cómo movía y tocaba con sus manos, cómo miraba a las mujeres que lo rodeaban y que no conocía de nada”.
“Los dos son como muñecos producidos por la misma fábrica de sueños –dice Guillermo–. Trump me pareció el ventrílocuo de si mismo y Biden, el ventrílocuo de otros; se agotaba y ahí estaba su asesor John Kerry, moviendo los hilos”.
Hace cuatro años, el día en que Trump ganó las elecciones, escuché tertulias radiofónicas de Barcelona y Madrid: todos los tertulianos que –cobrando– habían sido incapaces de advertir que Trump quizá ganaría nos explicaban –también cobrando– porqué había ganado. Toneladas de saliva malgastada por no tener en cuenta la hemoglobina de la sangre que devora ávida el oxígeno. Como hoy: todos los análisis políticos, económicos y sociales válidos hace nueve meses fulminados por un ser mil veces más pequeño que el diámetro de un cabello.
La biología como geopolítica. ¿Acaso la historia de Europa, con la composición y descomposición de reinos e imperios, no es la historia de mortales coronados que funcionaban biológicamente bien –o fatal– en la cama? Es el tupé de Trump como programa electoral. Los abdominales de Putin como hoja de ruta. Por no hablar de lo que nos dicta el ondulante cogote de Kim Jong Un. Para entender el mundo, nunca pierdo de vista el McDonald’s que descubrí –el scoop de mi vida– en el punto exacto de Milán donde los partisanos destrozaron el cuerpo del Mussolini.
Es la biopolítica que Gaziel descubrió en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. En los bosques del frente del Oise encontró un extraño cementerio con restos de uniformes y galones mezclados en la tierra, “desteñidos, arrugados y rotos como estropajos heroicos, fugaces apariencias y emblemas de los fantasmas cambiantes que gobiernan el mundo”.
Era un camposanto improvisado un año antes, en la batalla del Marne, donde, por la urgencia, se enterraron mezclados a soldados alemanes y franceses, “hombre contra hombre, confundiéndose en la misma podredumbre de muerte los que se mataron mutuamente separados por dos corrientes contrarias de vida”.
“Todos esos uniformes que les diferenciaban a los ojos del cuerpo estaban esparcidos sobre las tumbas como rastros de un sueño pasajero, que acaba al despertar para siempre jamás a la realidad suprema de la muerte –escribía el reportero en La Vanguardia–. Y la ceniza común, que debía hermanarles a los ojos del alma, yace mezclada en su igualdad esencial, tan compenetrada y fundida que ya no sería posible adivinar, si desenterráramos estas tumbas horribles, cuáles fueron los vencedores y cuáles los vencidos”.
Son ellos, los seres que nos habitan, habitando también nuestros fracasos.
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