Sabemos más o menos cuando empiezan las guerras en África y rara vez cuando y cómo terminan, de ahí su facilidad para caer en el olvido. Los que nunca fallan son los mercenarios, que han vuelto a África, su hábitat natural, tras el declive de mercados lucrativos como Siria, Irak, Afganistán o Ucrania. Y el vacío de poder que deja la (no) política exterior de la Administración Trump.
La noticia es el desembarco de Rusia en el mercado persa de África, con los mismos métodos y argumentos empleados históricamente por sudafricanos, británicos o estadounidenses.
Los soldados de fortuna trabajan ahora camuflados en compañías “privadas”, con sus webs y una filosofía pragmática de cara a sus clientes, por lo general presidentes de África en apuros: somos más eficaces y baratos que esos arsenales de armas onerosos llamados a convertirse en chatarra en el margen de alguna carretera. Y más de fiar que unos ejércitos algo indisciplinados –y no siempre bien pagados– de los que emergerá el sargento o capitán llamado a derrocarle.
El británico Simon Mann, educado en Eton, dejó los grupos especiales del ejército británico tras foguearse en Irlanda del Norte. Llegó a general del ejército de Angola cuando el país era uno de los más enconados campos de batalla de la guerra fría. Terminado el conflicto, trabajaba en Londres para una compañía con una única explotación petrolífera, en Angola. Los antiguos aliados en la guerra –la Unita– eran ahora los okupas del negocio. Audaz, Simon Mann organizó la reconquista con antiguos soldados sudafricanos, que se veían en la calle con la inevitable ascensión de Mandela después de haber peleado y muerto por una patria –la del apartheid– que nunca más sería la suya. Gente bregada. Y resentida.
Tras seis días de lucha, Mann y sus mercenarios recuperaron el control de la zona del yacimiento.
Los gobiernos de la región tomaron nota.
“Me dijeron: ustedes han sido los primeros en muchos años que han hecho lo que dijeron que harían”, recuerda Mann, retirado en la campiña inglesa tras una carrera de mercenario intelectual cuyo final fue sonado: cuatro años de prisión en Zimbabue y 18 meses aislado en una celda de la prisión de Black Beach, en Guinea Ecuatorial, por el fallido intento de derrocar al presidente Teodoro Obiang.
–¿Cuál ha sido el mejor consejo que ha recibido en su vida?
La pregunta se la formuló un periodista en la serie de entrevistas de London Real en busca de los secretos del mercenario.
La compañía rusa Wagner está ganando reputación por el ‘desembarco’ de mercenarios en Libia, que enerva al Pentágono
–Me la dio el coronel David Stirling (fundador del cuerpo especial SAS del ejército británico): Siempre hay que ir a la yugular. Simon, la yugular…
La marca de moda en el mundo de los mercenarios a día del año 2020 se llama Wagner. O Grupo Wagner. Un símbolo de la “nueva” Rusia. Despierta recelos en muchos frentes. Entre la competencia anglosajona y sudafricana –rauda a la hora de recordar sus fiascos en Mozambique contra el yihadismo o en Sudán para sostener al depuesto Omar al Bashir–, entre la propia comisión de la ONU que vela –sin mucho éxito– por el cumplimiento de la prohibición de los mercenarios o en el Pentágono, que se impacienta por el desembarco de mercenarios rusos en Libia para apoyar al general rebelde Jalifa Haftar a cambio de concesiones petrolíferos en su feudo del este del país.
Wagner es otro símbolo de la era Putin. Aunque el interesado lo niega, Washington y Londres atribuyen la presidencia del grupo a Yevgeni Prigozhin, próximo al Kremlin desde los tiempos en que atendía a Putin en su lujoso restaurante de San Petersburgo.
Prigozhin preside también el conglomerado mediático Patriot –una suerte de Peña Vladímir Putin– y figura entre los empresarios sancionados por el Tesoro de EE.UU. por la campaña de trolls rusos para interferir en las elecciones al Capitolio del 2016.
En lo que respecta a los operativos sobre el terreno, nuestro ejecutivo se llama Dmitri Utkin, comandante en excedencia del ejército y actor destacado en la defensa de los intereses de Rusia en Crimea, la región ucraniana del Donbass o Siria.
Como sucede en todas las grandes marcas de mercenarios anglosajonas, Wagner es una puerta giratoria para oficiales y soldados del ejército, bien por afán de aventura, bien por unos sueldos y primas que ningún ejército regular abona. Y los legendarios bonus, porque si hay un oficio en el que se paga bien cuando se cumplen objetivos, es este. Las eternas razones de los mercenarios de Katanga, Biafra, Rodesia (la actual Zimbabue) o Sierra Leona, guerras salvajes que atraparon la atención del mundo medio siglo atrás.
La expansión de Wagner es inseparable de la ofensiva diplomática rusa por ganar cuota en África. El pasado octubre, el presidente Putin organizó con gran éxito de asistencia una cumbre Rusia-África en Sochi, la primera de la historia, con nada menos que 43 jefes de Estado o de Gobierno. El foro condensa el interés al alza de Moscú por un continente en el que es el primer vendedor mundial de armamento.
“Wagner es para Rusia la mejor forma de influir sobre el terreno en África porque le permite una libertad de acción y agilidad que no tendría una presencia militar convencional, sujeta a normas y visibilidad. Así actuaron en Siria”, explica una fuente diplomática de la UE.
Un enfoque extensible a todas las empresas de seguridad “privadas” de Europa y Estados Unidos –conectadas a las respectivas administraciones–, siguiendo el patrón de la desaparecida Sandline británica o la estadounidense Blackwater, que tuvo que cambiar de nombre en el 2011 por temor a posibles reclamaciones millonarias tras sus desmanes en Afganistán e Irak.
Las compañías de seguridad ‘privadas’ venden con éxito en África su filosofía empresarial: somos más baratos y de fiar que sus ejércitos
Uno de los contratos más singulares de Wagner es el de la República Centroafricana, cuya multicolor bandera insinúa ciertas fragilidades. Guerra en curso desde el 2012 entre milicias cristianas y musulmanes, señores feudales, un millón de desplazados de los cinco de su población y un presidente en apuros, Faustin-Archange Toudéra.
Tres periodistas rusos curtidos –financiados por una web de periodismo de investigación anti-Putin– viajaron al país en julio del 2018 para saber los vínculos de Wagner y las minas de oro.
Entre Bangui, la capital de la República Centroafricana, y Sibui, 180 kilómetros al norte, el vehículo del equipo fue interceptado por unos hombres armados. Una ráfaga y tres cadáveres. ¿Quién va a poder esclarecer semejante suceso en un rincón del fin del mundo?
La web para la que trabajaban concluyó que un militar local conectado con mercenarios rusos tendió la emboscada. El Gobierno de Bangui optó por una versión más convencional: hay bandidos en la zona y son muy malos.
El principal foco mercenario está ahora en la guerra civil de Libia. Según EE.UU., aviones rusos han transportado armamento sofisticado y entre 800 y 1.200 mercenarios de Wagner al antiguo reino del general Gadafi.
Desde la sede de Africom en Alemania (el comando militar de EE.UU. para África), el general Stephen Townsend denunció el 26 de mayo que “tal y como hemos visto hacerlo en Siria, están expandiendo (Rusia) su huella militar en África utilizando grupos que reciben apoyo del Gobierno, como Wagner”.
El Africom ha sondeado ya a Túnez sobre la posibilidad de desplegar efectivos a la vista de la creciente huella rusa en Libia.
Curiosamente, existe una “convención internacional contra el Reclutamiento, Utilización, Financiación y Adiestramiento de Mercenarios”, que entró en vigor en el 2001 tras nueve años de negociaciones, pero que no ha suscrito ninguna potencia. Ni siquiera España. El enfoque de la ONU recuerda al de la prostitución: el mercenario está prohibido, pero urge su regulación.
El profesor nigeriano Chris Kwaja es el relator especial de la ONU sobre mercenarios. Atiende a La Vanguardia .
Simon Mann, un mercenario educado en Eton, recuerda el consejo de un legendario coronel británico: “Ir a la yugular. Simon, la yugular…”
–¿Le preocupa Wagner?
–Wagner está ganando notoriedad como una amenaza grande para la paz y la estabilidad debido a su papel en el continente africano. El recurso de Wagner a la contratación de mercenarios representa un desafío creciente para África, debido a la experiencia de los africanos con los mercenarios en el pasado, como se vio en Sierra Leona, así como la situación actual en Libia.
El problema es que los mercenarios sólo cobran bien si cumplen –en caso de incumplir, pueden acabar bajo tierra– y saltan a la yugular. Como asegura en su web la firma de mercenarios sudafricana STTEP: “El fracaso nunca es una opción”.