Sentado alrededor una mesa de plástico en el jardín del Hotel Timisha, en la ciudad de Soroti, al este de Uganda, el general Samuel Kavuma da una calada a un pitillo y mira el teléfono, que no ha dejado de sonar durante la última hora.
Militar de renombre, ha peleado durante casi 40 años contra el Ejército de Resistencia del Señor, un grupo insurgente. Su nuevo enemigo es un insecto. Millones de insectos. La peor plaga de langostas en décadas. Por eso ahora lo llaman “el comandante langosta”.
Enjambres de miles de millones de langostas se extienden por ocho países del este de África después de cruzar el Mar Rojo a finales del año pasado. Venían de Yemen. Esos insectos pueden viajar alrededor de 100 kilómetros al día y se alimentan de cultivos, ingiriendo una cantidad de comida equivalente a su propio peso. El efecto sobre los cultivos es devastador. Naciones Unidas ha advertido de que la plaga podría multiplicarse por 500 de aquí al verano. La amenaza para la región es inmensa. Así que Uganda ha desplegado al Ejército.
Kavuma, de 59 años, aún no sabe por qué le han puesto a cargo de ello, pero sabe que se enfrenta a un enemigo poderoso. “Cuando comenzamos, hace dos semanas, no sabíamos mucho sobre estas criaturas. Ahora soy un experto. Sé cómo se comportan y sus pautas de movimiento”. Se mueven con facilidad, describe, pero “después de las 6.30 o las 7 de la tarde no se mueven, no vuelan de noche”.
Eso le da tiempo para centrar sus operativos. Entre las 7 y las 9 de la noche, Kavuma verifica la información que proporcionan los civiles que han detectado langostas en sus barrios y allí envía a sus hombres, decenas de soldados que se mueven de noche para fumigar pesticidas al amanecer.
“Este trabajo se hace en dos fases. La número uno es matar la langosta madura. No comen mucho, pero ponen huevos”, explica Kavuma. “La fase dos es el mapeo de las zonas donde aterrizan y duermen. Después tenemos que localizar e identificar los lugares donde ponen huevos. Después los destruimos”.
Kavuma duerme menos de tres horas al día. Se va a la cama alrededor de la una de la madrugada y se despierta de nuevo entre las tres y las cuatro para, generalmente, volar al lugar en el que operan al día siguiente.
No quiere confirmar cuantos soldados trabajan en la respuesta a la plaga, pero los medios locales calculan que alrededor de 2.000. A principios de febrero Uganda anunció que había destinado 15.000 millones de chelines ugandeses (cerca de 4 millones de euros) para enfrentarse a la langosta. Kavuma, que describe algunos de sus operativos como “masacres”, dice: “Tengo soldados suficientes para hacer este trabajo. No te doy el número, pero la operación ha sido un éxito. Hemos matado millones y millones de langostas”.
Una de las operaciones comenzó antes del amanecer del domingo pasado en Biloyoro, distrito de Kitgum, a más de 200 kilómetros de la base de Kavuma. Unos 100 soldados y guardabosques caminan inseguros y con los ojos aún perezosos mientras preparan el equipo de protección, compuesto por pantalones, chaquetas, guantes, botas y mascarillas plásticas.
“Ahí están, ahí están”, grita uno de los oficiales en dirección al lugar donde sus hombres mezclan agua y pesticidas a base de clorpirifós en unos cubos con emblemas de la ONU. El uso de dicho agroquímico ha provocado que algunas personas se preocupen por su impacto a largo plazo. En 2015, la Administración Obama anunció su prohibición debido a las pruebas que demuestran que afecta al desarrollo del cerebro en los niños. La decisión fue anulada posteriormente por el Gobierno de Donald Trump.
“Es muy potente”, explica un soldado. Kavuma dice que es “inofensivo”. Los soldados lo sueltan sobre la tierra y los cultivos en forma de spray. Apuntan también hacia los árboles y las langostas que vuelan a su alrededor. Los dosificadores a motor no llegan hasta las ramas más altas. Omony Charles, un mototaxista de 24 años que vive cerca y mira como trabajan los soldados, señala: “Para esas cosas necesitan aviones. Las máquinas no llegan arriba”.
Uno de los soldados explica que las langostas tardan en morir. “Están dormidas, confusas, muy borrachas. No hay suficiente mano de obra y si no llegamos suficientemente alto, escapan”. Otros soldados se quejan de que sus máscaras no funcionan. Que el equipamiento de protección está en mal estado y que están agotados. Otro se queja sobre los camiones: “El transporte es un problema”, dice describiendo los vehículos en los que viajan apelotonados y en los que no pueden ni dormir. Algunas de las mochilas tienen agujeros y el pesticida gotea por las piernas de los soldados mientras trabajan.
Abonyo Shantina es una agricultora local con seis hijos que observa todo el tinglado. Dice estar agradecida por la rápida respuesta que ofrece el ejército. La mujer, de 40 años, que cultiva maíz, sorgo, mijo y algodón, está preocupada por la extensión de la plaga. “Vamos a sufrir”, dice. “Voy a sufrir para conseguir comida para los niños”.
Charles Kama, un funcionario de 54 años que vive en Kitgum, saca un tanque de agua para colaborar con el operativo. Kama piensa que “ha comenzado la guerra” y que “la langosta será derrotada”. “Veo el esfuerzo que están haciendo”, indica.
“La situación es una locura, pero gracias a Dios pelearemos poco a poco”, añade Abitegeka Gerald, comandante de los guardabosques sentado al frente de un camión militar que se abre paso entre cultivos al tiempo que langostas amarillas chocan contra el parabrisas. Más tarde, ya frente a los soldados y dando órdenes, sostiene una bolsa de plástico con cinco langostas para mostrar a sus superiores que ha cumplido las órdenes.
A eso de las 10 de la mañana, baja el ritmo. Gerald cree que la mañana ha sido “un éxito”, aunque mientras lo dice sigue habiendo enjambres de langostas volando a su alrededor. “Al venir aquí tan pronto hemos dejado claro que hemos matado masivamente. Estamos asegurándonos de que las vencemos antes de que se extiendan por todo el país”. Pero pide más ayuda. “No tenemos fuerza suficiente sobre el terreno para pelear contra estas langostas. Ya has visto esos inmensos enjambres y has visto nuestro equipamiento. Por supuesto que necesitamos ayuda”.
Traducido por Alberto Arce