Un joven de 15 años está tumbado en una colchoneta sin moverse. Su madre, desesperada, le aplica paños húmedos a su frente ardiendo. En la calle el termómetro marca 36 grados, en ese cuarto insalubre en el centro de Tapachula (Chiapas, frontera con Guatemala) la sensación es de por lo menos cinco más. No ha pronunciado una palabra desde que salieron de la estación migratoria Siglo XXI, donde estuvieron detenidos 24 días. Diarrea, depresión, angustia. Todo ese tiempo estuvo en una zona separada de su madre y su tía, con quienes llegó un mes antes desde Comayagua (Honduras) huyendo de una amenaza de la pandilla Barrio 18. “Si nos quedamos un día más ahí encerrados, pido que me regresen a mi país aunque allá quieran matarme”, resumía Sara Gómez.

Su nombre, como el de la mayoría de los migrantes que han pisado estos centros y han accedido a esperar su proceso de refugio —que puede durar meses— en libertad, es ficticio. El temor a que cualquier tropiezo con las autoridades los mande en bus a su país de origen es más fuerte que la necesidad de denunciar públicamente lo que sucede ahí dentro. México ha deportado en 2019 a más de 117.689 migrantes, los suficientes para llenar hasta la bandera el Estadio Azteca. “Nos decían que la comida ahí lleva yodo para que se nos quite el hambre. Todo el día te la pasas haciendo fila para comer solo una vez”, contaba Gómez.

La estación migratoria Siglo XXI de Tapachula es la más grande de todo el país, con una capacidad para 960 personas. Ubicada en la ciudad más importante de toda la frontera sur con Guatemala, aglutina el flujo de migrantes detenidos en carreteras, caminos y rincones perdidos de la selva. “Todos los que van a ser deportados tienen que pasar por este centro, excepto los llamados extracontinentales, africanos, asiáticos y todos aquellos cuyo regreso obligue a subirse a un avión en el aeropuerto de la Ciudad de México o de Toluca”, explica Aldo León, de Voces Mesoamericanas. Según las cifras de Gobernación (Interior), entre enero y noviembre de 2019 fueron detenidas 179.335 personas, de ellas 77.380 fueron en el Estado de Chiapas. “Dormíamos sentadas, ni siquiera había una cama para cada una de nosotras. Nos trataban como a perros”, contaba Gómez.

El martes un anuncio del Instituto de Migración puso a todas las organizaciones civiles encargadas de estos temas en alerta. El Gobierno suspendía el acceso de las ONG a las estaciones migratorias. Y la noticia provocó un escándalo internacional. Las oficinas mexicanas de la ONU defendieron el trabajo de las asociaciones y López Obrador negó esta medida menos de 24 horas más tarde. “Todo parece improvisado o decidido en función de los intereses por cumplir con el papel de guardián de la frontera de Estados Unidos”, señalaba a este diario el coordinador del área de incidencia política del Centro de Derechos Humanos Fray Matías, con sede en Tapachula, Salvador Lacruz.

El jefe del Instituto Nacional de Migración, Francisco Garduño, explicó en una rueda de prensa este miércoles que no se negará la entrada a las organizaciones, pero sí se reprogramarán las visitas. Algo que las ONG reciben como una traba más en su trabajo diario, ya de por sí obstaculizado por la burocracia mexicana. “Que el Gobierno se haya atrevido a hacer un oficio general en ninguna Administración lo habíamos vivido”, señalaba este jueves una representante del centro Fray Matías, Rita Marcela Robles, en una conferencia de prensa donde más de 200 organizaciones civiles afectadas denunciaron la “política errática” del Ejecutivo. El grupo además ha denunciado que todavía hay 10 asociaciones a las que el Gobierno ha denegado el acceso a los recintos. “El daño ya está hecho”, añadía la activista.

El centro de detención Siglo XXI, en Tapachula (Chiapas).
El centro de detención Siglo XXI, en Tapachula (Chiapas). ANDRES MARTINEZ CASARES REUTERS

El trabajo de estas ONG consiste principalmente en acompañar y asesorar jurídicamente en los trámites de refugio a los migrantes, pero también desde hace años han denunciado las condiciones de hacinamiento en las que viven y la “criminalización” a la que son sometidos. Un informe elaborado en 2017 por el Consejo Ciudadano del Instituto Nacional de Migración— formado por un equipo de más de 20 supervisores y aprobado por el reglamento de la institución— monitoreó los 59 centros migratorios del país y reveló prácticas al interior de los centros que violaban los derechos de los migrantes. Documentaron hacinamiento en todas las estaciones, abusos de poder de las autoridades, falta de atención médica y psicológica, también de acceso a una asesoría jurídica, escaso contacto con el exterior, “muchas personas aseguraron no haber podido llamar a sus familiares nunca”; prácticas de castigo y áreas de aislamiento; extorsiones “de forma generalizada”; insuficiencia de personal médico; falta de higiene en las instalaciones, además de un exceso en los plazos establecidos de privación de su libertad. Los investigadores concluyeron que las estaciones migratorias funcionan en la práctica como centros penitenciarios. Y así se refieren a estos centros tanto los migrantes como los activistas.

“It’s not a camp, man. It’s a jail [no es un campo de refugiados, hombre. Es una cárcel]”, explicaba un migrante marroquí Zouhir Bounou en las calles de Tapachula a otros migrantes en agosto pasado sobre el centro Siglo XXI. Según la ley, hay dos tipos de centros migratorios: unos que son de carácter provisional, en los que no se permite una estancia de más de 48 horas o siete días; y otros, llamados concentradores, donde el plazo máximo es de 15 días para resolver su proceso migratorio. En estos últimos, en el caso de que se extienda por motivos establecidos en el artículo 111 de la Ley de Migración, el plazo máximo sería de 60 días. El informe documentó casos en los que algunos migrantes habían estado encerrados hasta ocho meses.

Desde hace nueve años, cuando se promulgó la Ley de Migración y el reglamento de estos centros, las organizaciones civiles no pueden acceder en su trabajo diario a todas las instalaciones de estos recintos. Nadie de forma independiente y sin un aviso a la institución puede revisar lo que sucede entre esos muros. La norma establece que se les permitirán zonas adecuadas para las visitas. Y los activistas consultados por este diario confirman que siempre han accedido a despachos o bodegas sin ventilación donde los migrantes llegan para explicarles sus quejas y recibir asesoría legal sobre sus trámites.

“Tenemos un horario concreto, como en un penal, dos veces por semana unas pocas horas: de 10 a dos de la tarde. Siempre limitado a un despacho y ahí nos traen a las personas. Pero aun así, ese trabajo es muy valioso para conocer lo que pasa y para una labor preventiva de las violaciones de los derechos humanos”, explica el coordinador del área de incidencia política del Centro de Derechos Humanos Fray Matías, Salvador Lacruz, que hasta enero de este año que les negaron el acceso estuvieron atendiendo a más de 1.000 migrantes internos. “En nuestro caso, atendemos en San Cristóbal de las Casas, Comitán y Tuxtla [centros de Chiapas] en bodegas o áreas sin las condiciones necesarias para hacerlo de forma independiente, con policías observando y escuchando lo que nos cuentan. Nunca hemos podido entrar a las zonas donde ellos viven”, señala un representante de Voces Mesoamericanas, Aldo León.

Los obstáculos para que ingresaran al centro miembros de las organizaciones civiles han sido una constante desde que existen estos centros, según lo que han denunciado las ONG y también lo que corrobora el informe. Aunque habitualmente eran de tipo burocrático y nunca habían sido tan restrictivos como desde la llegada de las caravanas en octubre de 2018 y especialmente desde el verano de 2019 y las presiones de Estados Unidos para frenar la ola migratoria.

Desde que Donald Trump amenazara a México con imponer aranceles a los productos mexicanos si no lograba frenar la crisis migratoria, en mayo del año pasado, y anunciara un plazo de 45 días para tomar medidas, la situación en la frontera sur se ha endurecido. La militarización de los límites con Guatemala es una realidad desde la llegada de la Guardia Nacional en julio. Y la represión contra la última caravana de migrantes centroamericanos, formada por unos 3.000, ha sido el más reciente ejemplo de que México obedece a las peticiones de su vecino del norte.

Trump ha declarado públicamente, en plena campaña de cara a las elecciones presidenciales de noviembre, que México ya está pagando el muro y que López Obrador está haciendo un “buen trabajo”. Y la situación límite de las estaciones migratorias, más rebasadas y con menos supervisión  independiente que nunca, parecen darle la razón.