Ha llovido en Nicaragua desde aquel abril que hoy parece tan lejano: 20 enormes meses que se estiraron sin piedad, pasando páginas apenas leídas, convirtiendo aquel incendio civil en un incidente remoto, con barricadas de adoquines y marchas masivas que hoy son inverosímiles. Porque hoy la normalidad parece ser que a los nicaragüenses los gobierne una pareja de sátrapas, venidos desde las tinieblas de tiempos pasados, con la capacidad de imponer su propia versión de lo normal y de lo cotidiano.
“Si venís ahora a Nicaragua, parece que no pasa nada, las marchas están prohibidas desde septiembre. Sin embargo, ahora hay un Estado policial mucho más fuerte que el que había cuando decidí exiliarme”, me dice Wilfredo Miranda, un reportero que regresó a su país hace apenas un par de semanas, luego de medio año de haber abandonado su país por seguridad. Describe las calles de su Managua llenas de patrullas policiales, sus espacios públicos vedados y la pesadez marcial asfixiante en el ambiente.
Paul Pérez es líder de una de las organizaciones estudiantiles en rebeldía. Cuando lo conocí, hace poco más de un año, se escondía en una casa de seguridad en las afueras de Managua y usaba un seudónimo para ocultar su identidad. Junto a otros estudiantes, participó en la toma de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua y fue expulsado por la policía a balazos. Dos de sus compañeros perdieron la vida, cientos fueron capturados y torturados. Desde entonces, ha vivido, dice, en al menos otras seis casas de seguridad y ha recibido una paliza extra, por filmar el arresto de otro estudiante. Me habla desde Estados Unidos, donde se ha exiliado luego de que la policía arrestara a varios de sus amigos cercanos. Su familia y su organización le piden que no regrese.
Hace exactamente un año el periódico Confidencial fue secuestrado por la policía del régimen, junto con el canal de televisión 100% Noticias. Ambos medios permanecen tomados por las fuerzas oficiales al día de hoy. Carlos Fernando Chamorro, director de Confidencial, regresó a Nicaragua el 25 de noviembre, luego de varios meses de auto exilio, y asegura que en el país que encontró “no hay ninguna normalidad, sino la imposición de un Estado policial”.
Porque no es normal, dice Chamorro, que haya dos medios de comunicación secuestrados. Ni es normal que un estudiante de 25 años esté exiliado en Estados Unidos, ni lo es que un reportero haya tenido que abandonar su país por hacer su trabajo.
Tampoco es normal que el reclamo más sentido de la sociedad civil que se opone al gobierno, es que haya una Navidad sin presos políticos, ni que haya al menos 130 presos políticos: gente que marchó para protestar y que acabó en un calabozo acusada de terrorismo o de narcotráfico.
Ni es muy normal que cuando un grupo de 11 madres de esos presos políticos anunció una huelga de hambre en la iglesia de San Miguel, en el departamento de Masaya, la Policía, junto con paramilitares, rodearan la iglesia, cortaran el agua y la electricidad e impidieran que nadie entrara ni saliera del recinto. Ni siquiera permitieron el ingreso de insulina para el sacerdote Edwin Román, cuya diabetes se agravaba con el paso de los días.
Cuando 13 muchachos intentaron llevar agua y medicinas a las mujeres en huelga de hambre y al cura, la Policía los arrestó y los acusó de actos de terrorismo. Eso tampoco es normal.
Cuatro días después, otras nueve personas se declararon también en huelga de hambre, por exactamente la misma razón, pero esta vez en la catedral metropolitana. Aquí la Policía no se limitó a cercar la iglesia, sino que permitió el ingreso de simpatizantes del régimen, que al entrar pegaron a un cura y a una monja que intentaron proteger a los huelguistas. Nada normal.
En la ciudad de León, el jefe policial, el comisionado Fidel Domínguez, se apareció en la casa de una familia de opositores –desde luego sin ninguna orden judicial– les botó la puerta con una almádana, le dio una paliza a la madre, al esposo y al hijo y luego los filmó, esposados y humillados, repitiendo frases en las que se comprometían a “no joder” al régimen, ni a sus militantes y a no “andar filmando” a los sandinistas.
En Managua, un pequeño grupo de manifestantes protestaron frente a un hotel muy céntrico, pidiendo lo mismo: “Navidad sin presos políticos” y recibieron una embestida policial a patada y trompada limpia. Los valientes agentes de la ley le rompieron la ceja a una señora de 64 años. Tres policías agredieron a una periodista a golpes y le intentaron arrebatar el micrófono con el que cubría el evento, a la vista de todo mundo.
Esta suma de anormalidades ha ocurrido en los últimos dos meses, en un país en el que según la pareja presidencial no pasa nada y reina –palabras literales– el amor y la justicia.
Pero más allá de los exabruptos de último minuto, en Nicaragua se han normalizado demasiadas cosas que no lo son y que no pueden serlo: que sea ilegal marchar en público o juntarse en una esquina para protestar; que al menos nueve ONG que velan por la defensa de los derechos humanos hayan sido clausuradas; que la economía del país haya decrecido durante dos años seguidos, dejando para el futuro una serie de augurios rapaces; que desde julio no exista una sola mesa de diálogo entre la sociedad civil opositora y el régimen; que en menos de dos años haya al menos 325 personas asesinadas, más de 2,000 heridos y cerca de 70,000 personas exiliadas, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; que la élite económica siga midiendo las palabras y pensando con el bolsillo; que la comunidad internacional siga siendo tibia y lenta. Que al país lo gobierne una familia que se enriqueció sin pudor alguno a costillas de un país tan pobre.
El mundo vive al ritmo de escándalos pasajeros, de forma que la salvajada de un tirano queda casi de inmediato sepultada en la del siguiente y así se va creando algo tenebroso, parecido a la normalidad, que la imita bien, que aprehende la rutina anodina que la define. Por eso es importante repetir cuantas veces haga falta que en Nicaragua no hay nada normal.