Al igual que muchos miembros de la diáspora puertorriqueña, no pude contactar a mi familia ni a mis amigos durante más de una semana después de que el huracán María tocó tierra el 20 de septiembre. Lo más que tuve a mi alcance fue una rápida llamada que la vecina de mi madre le había hecho a mi hermana. La vecina dijo que mi madre y mi tía habían librado la tormenta juntas y que básicamente estaban bien. La casa de mi madre, hecha de concreto sólido, estaba intacta.
Mi hermana, su esposo y yo pasamos varios días reservando vuelos a San Juan, que terminaban por cancelarse. Por fin pudimos subirnos a uno a principios de octubre. Había visto con detenimiento imágenes de la destrucción publicadas en los medios, pero aun así me sentí sacudido por lo que me topé mientras conducíamos los poco más de 40 kilómetros de la capital a la casa de mi madre, cerca de la selva tropical El Yunque.
Donde quiera que mirábamos había imágenes apocalípticas de escombros apilados: pedazos de techos de lámina, muebles de porcelana agrietados, colchones deshechos y una línea de árboles tropicales sin hojas, partidos y astillados como fósforos.
CreditJoseph Rodríguez para The New York Times
Los efectos catastróficos de la tormenta, que uno puede argumentar han sido exacerbados por la respuesta lenta e indiferente del gobierno federal, dejaron a la isla y a sus residentes maltrechos, pero desafiantes. Enfrentan un proceso de recuperación que durará años.
Muchos de los problemas en Puerto Rico —su deuda pública de 72.000 millones de dólares, su infraestructura de energía eléctrica arcaica y frágil y el colapso de los servicios de salud— han empeorado de forma alarmante debido al huracán.
Aunque se espera que cientos de miles se muden al Estados Unidos continental, hay muchos que no pueden hacerlo o han decidido que no lo harán y se aferran con todas sus fuerzas a una tradición de actos de supervivencia basados en la comunidad. Escuchar esas historias de supervivencia, contadas con el sonsonete particular que caracteriza al acento de la isla, me hizo sentir como si esas historias fueran las mías.
CreditJoseph Rodríguez para The New York Times
María Maldonado, quien vive en el barrio de Alto del Cabro, a unos minutos caminando desde el pequeño distrito turístico de Condado, perdió el techo de su casa. Está en proceso de presentar una solicitud de préstamo al gobierno, pero primero debe comprobar que heredó de su padre —quien está muerto— la propiedad de la casa donde creció.
CreditJoseph Rodríguez para The New York Times
Cerca de Mameyes, el poblado al pie de las montañas donde se encuentra la selva El Yunque, vi que la gente lavaba su ropa a mano en el río Espíritu Santo, en un retroceso a la realidad del siglo XIX, cuando no se dependía de aparatos eléctricos. Más adelante, una brigada de trabajadores luchaba para restaurar los postes eléctricos caídos.
La red eléctrica, que desde antes de la tormenta ya estaba en problemas, quedó destruida. Todos, sin importar su orientación política ni deseo de pertenecer a Estados Unidos o independizarse, se habían quedado en la oscuridad, sin señal de celular ni de internet. Sabían lo mismo de sus parientes que lo poco que sabían quienes estaban en Estados Unidos continental.
Mientras recorría la isla en auto, seguía viendo a los puertorriqueños que se habían detenido al lado del camino, parados justo en el lugar donde creían que podrían captar alguna señal telefónica perdida, para robarle al trauma del distanciamiento provocado por el clima extremo unas cuantas valiosas palabras intercambiadas con un ser querido.
Con tanta pérdida, también hubo una ganancia. La comunidad se organizó rápido, con brigadas que limpiaron los caminos y cuidaron a los ancianos, los enfermos y los que se quedaron sin techo. Pasará algún tiempo antes de que las torres de celular restablezcan la comunidad virtual, pero ahora, más que nunca, la comunidad real se hace rotundamente presente.