ALMATY, Kazajistán — Los negocios que había comenzado habían fracasado y tenía una esposa y dos hijos que mantener. Así que cuando las autoridades en la región de Sinkiang, en el extremo oeste de China, le ofrecieron un empleo en la policía auxiliar, Baimurat aceptó el buen salario y las prestaciones.
Durante meses, estuvo en puntos de control en las autopistas, buscando a personas que estaban en la lista negra del gobierno, generalmente provenientes de minorías étnicas musulmanas. Como musulmán kazajo, a veces se sentía incómodo con su trabajo, pero necesitaba el dinero.
Después le pidieron que ayudara a llevar a seiscientas personas esposadas a un nuevo complejo y le sorprendió lo que vio. Los funcionarios lo llamaban centro de capacitación laboral, pero básicamente era una prisión, con baños y camas tras las rejas. Un detenido era un conocido que apenas reconoció porque había perdido mucho peso.
Baimurat, de 39 años, contuvo sus emociones.
“Hay cámaras por todas partes y si te ven triste, estarás en problemas”, recordó.
El gobierno chino ha detenido hasta a un millón de uigures y kazajos étnicos, así como otras minorías musulmanas en una red de campamentos de adoctrinamiento en todo Sinkiang, lo cual les ha valido la condena internacional. Al hacerlo, ha expandido el aparato de seguridad en la región extensa y estratégicamente importante en la frontera oeste de China.
Esta rápida acumulación ha dependido en gran medida del reclutamiento de agentes de las mismas minorías étnicas que las autoridades han establecido como blanco, por lo que han dividido a comunidades y familiares mientras obligan a personas como Baimurat a enfrentar decisiones difíciles.
En una serie de entrevistas recientes en Kazajistán, adonde él y su familia escaparon el año pasado, Baimurat proporcionó un vistazo extraordinario de primera mano respecto al funcionamiento de las fuerzas de seguridad de Sinkiang, así como los dilemas que muchos de los empleados enfrentan a diario.
Baimurat, que se hace llamar solo con ese nombre, dijo que había decidido alzar la voz porque se arrepentía de haber trabajado para la policía en el condado de Qitai afuera de Urumqi, la capital regional. También describió lo cerca que había estado de terminar en un campamento.
“Lo sentí como una obligación por haber visto a tantas personas sufriendo en los campamentos”, comentó.
Hua Chunying, vocera del Ministerio de Asuntos Exteriores, confirmó que Baimurat trabajaba en el área de seguridad en Qitai en los meses que especificó. Sin embargo, dijo que lo empleó un centro comercial, no la policía, y lo acusó de “decir todas esas mentiras”.
No obstante, en varias entrevistas, la descripción de Baimurat sobre su experiencia ha sido consistente, con detalles que coinciden con los avisos de reclutamiento de la policía y los recuentos de exdetenidos del campamento. Los agentes de la policía auxiliar en China a veces son empleados a través de contratistas privados que les dan a las agencias policiacas más flexibilidad para añadir y recortar personal.
Desde que hizo declaraciones públicas el mes pasado, Baimurat ha recibido llamadas telefónicas anónimas en las que le advirtieron que sus familiares en China serían llevados a campamentos si no se retractaba, dijo Serikzhan Bilash, un activista que ayuda a los kazajos étnicos de Sinkiang.
Baimurat inmigró a Kazajistán en 2009, pero regresó a Sinkiang años después, para estar más cerca de su familia. Tras el fracaso de los negocios que abrió de venta de fruta y carne de caballo —una especialidad kazaja—, se unió a la policía en 2017, comentó, y comenzó a ganar un buen salario, cerca de 700 dólares al mes con buenas prestaciones.
Sus tareas incluían examinar vehículos de viajeros e identificaciones en los puntos de control de la policía en las principales carreteras. Se enfocó en personas que estaban en las listas de vigilancia del gobierno, y buscaba en sus celulares contenido que se considerara subversivo.
En especial, les dijeron a los agentes que buscaran imágenes de los disturbios étnicos mortíferos en Urumqi en 2009, comentó Baimurat.
Las autoridades respondieron a ese disturbio con acciones de seguridad, que se intensificaron después de que responsabilizaron a los uigures separatistas, quienes adoptan el islam radical, de los ataques mortíferos en 2013 y 2014. El gobierno designó a un nuevo líder regional en 2016, quien aumentó los controles e impuso más vigilancia en Sinkiang.
Fue en ese momento cuando comenzó el reclutamiento de agentes auxiliares como Baimurat, de acuerdo con James Leibold de la Universidad La Trobe en Australia y Adrian Zenz de la Escuela Europea de Cultura y Teología en Alemania.
Para 2017, la fuerza policial de Sinkiang era cinco veces más grande que una década antes, de acuerdo con un artículo de próxima publicación de Zenz y Leibold. El gobierno reclutó sobre todo a minorías étnicas, parte de un esfuerzo para abordar las quejas sociales latentes proporcionando empleos.
Décadas de migración de los hanes, el grupo étnico dominante de China, han transformado a Sinkiang, lo que ha provocado ansiedad entre los uigures, que alguna vez fueron la mayoría y ahora conforman el 46 por ciento de los veintidós millones de habitantes de la región; los hanes representan el 40 por ciento y los kazajos el 7 por ciento, de acuerdo con cálculos del gobierno.
El gobierno chino ha mantenido la esperanza de que el desarrollo económico en la región, abundante en recursos, alivie las tensiones. No obstante, muchos uigures y kazajos se quejan de que los excluyen del crecimiento y enfrentan discriminación en las contrataciones, junto con restricciones opresivas respecto a su práctica del islam, sus culturas y sus lenguas.
Dentro de la fuerza policial, dijo Baimurat, agentes como él eran analizados para ver si había señales de deslealtad política.
Dijo que le pedían que asistiera a reuniones constantes de adoctrinamiento político y memorizara citas del presidente chino Xi Jinping. A los agentes provenientes de minorías les prohibieron hablar en otro idioma que no fuera chino, agregó, y los castigaban si pronunciaban una sola palabra en kazajo o uigur.
La peor experiencia, señaló, fue llevar a las personas al campo de reclusión.
El gobierno presenta los campamentos como parte de una campaña de capacitación vocacional que aleja a los musulmanes del extremismo religioso y ha frenado la violencia. Sin embargo, quienes estuvieron recluidos dicen que las autoridades retienen a la gente sin cargos y la obligan a renunciar a sus creencias religiosas.
Baimurat decidió que debía salir de ahí. No obstante, él y su familia habían entregado sus pasaportes kazajos cuando regresaron a China en 2013. Estaban atrapados.
“Estaba tan asustado que me temblaban las piernas”, recordó.
Al final, un contacto en otro lugar de China, que podía llamar a Kazajistán sin llamar la atención, pudo hacer que los funcionarios kazajos proporcionaran documentos temporales de viaje, comentó.
En la frontera, la policía interrogó a su familia, incluidos sus hijos pequeños, durante horas antes de dejarlos pasar. De regreso en tierra kazaja, Baimurat se arrodilló en señal de agradecimiento.
“Estábamos muy felices”, dijo. “Era como si hubiéramos salido del infierno”.