ASUNCIÓN — Estaba preparado para una extensa revisión antes de que me dieran acceso al interior de la celda en Paraguay donde se encontraba un reconocido narcotraficante, pero el guardia delgado que estaba apostado frente a las rejas apenas me tocó; tan solo pasó rápidamente sus manos por mi espalda y brazos.
Había ido a la prisión para entrevistar a Marcelo Pinheiro Veiga, quien había recurrido a una maniobra audaz para evitar que lo extraditaran a su natal Brasil: confesó una letanía de delitos cometidos en Paraguay.
Después de la “revisión”, entré a la celda y quedé sentado a menos de medio metro de Pinheiro, tan cerca que noté que tenía un aliento fresco.
“Paraguay es la tierra de la impunidad”, me dijo Pinheiro Veiga tras describir una larga carrera delincuencial que lo llevó a convertirse en uno de los principales contrabandistas de armas y drogas de Paraguay a Brasil.
Horas más tarde, fue difícil no interpretar esas palabras como el presagio de una masacre.
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Poco después de que salí de su celda, alrededor del mediodía de aquel 17 de noviembre, Lidia Meza Burgos, de 18 años, fue llevada a la misma habitación, según los policías paraguayos. Con un cuchillo de mesa simple –el que usaba para comer–, Pinheiro la apuñaló diecisiete veces en el cuello, el pecho y la espalda. La joven murió.
Los funcionarios paraguayos creen que el asesinato fue un nuevo y macabro intento del traficante por permanecer bajo custodia de las autoridades de ese país y evitar así las condiciones carcelarias más estrictas que enfrentaría en Brasil.
Como corresponsal de guerra y reportero de temas de delincuencia he entrevistado a varios hombres violentos. Pero este episodio fue particularmente cruento y me dejó más alterado que cualquier otro.
Desde ese día, he repasado durante horas los fragmentos de mi conversación con Pinheiro Veiga buscando indicios de lo que haría después.
He pensado sin descanso en Lidia Meza y en la difícil decisión que enfrentó para entrar a los dominios de un hombre con tantos crímenes horripilantes en su haber.
También he pasado mucho tiempo reflexionando sobre la industria del narcotráfico, un flagelo que ha ensombrecido mi vida desde la infancia.
Nací en Bogotá, Colombia, en 1981, en la década en la que Pablo Escobar y otros capos escribieron un capítulo macabro de la historia de la nación.
De niño, quedé cautivado cuando mis padres nos llevaron al zoológico que Escobar construyó en la Hacienda Nápoles, su enorme propiedad en Envigado, donde hipopótamos, jirafas, tigres y elefantes importados ayudaban a suavizar la imagen de un hombre que asesinó a montones de personas y envenenó la política del país de maneras que perduran hasta nuestros días.
De adulto, temía presentar mi pasaporte en aeropuertos extranjeros. Durante mucho tiempo, fue como si por mi nacionalidad portara una letra escarlata que sugería que llevaba cocaína y por la que, al igual que a muchos de mis compatriotas, fui sometido a salas de inspección siempre deprimentes donde la gente se ve obligada a demostrar que no encarna los peores estereotipos de su país de origen.
De las cadenas del narcotráfico, los capos siempre me han parecido el eslabón más enigmático. Muchos, en particular Escobar, han sido mitificados en películas y series de televisión en años recientes.
Pero es relativamente extraordinario poder interrogar a los caudillos contemporáneos del oficio, hombres que tal vez siguen dando órdenes incluso tras las rejas. Hombres como Pinheiro Veiga.
Parecía ser la fuente perfecta para un artículo que escribí sobre cómo la violencia del narcotráfico en Brasil se ha filtrado hacia Paraguay, y me dio mucho gusto cuando su abogado pactó el encuentro.
Pinheiro Veiga lucía descansado cuando me saludó, con la camiseta amarilla de la selección de fútbol de Brasil que se ha convertido en una muestra de patriotismo. En su celda había una televisión, un frigorífico y un microondas.
Nuestra conversación se centró en un inicio en Río de Janeiro, ciudad en la cual Pinheiro Veiga creció y que ha sido mi hogar desde 2017. Mencionó que sus padres eran de clase media baja y que fue criado en una de las favelas que forman parte de la constelación de distritos pobres construidos en las colinas.
Pinheiro Veiga, de 43 años, dijo que empezó a delinquir a mediados de los años noventa, cuando un grupo de vecinos lo invitó a unírseles para robar autos.
“Quería aventura”, me dijo, y dejó claro que en su familia, aunque era de origen modesto, nunca había habido carencias.
La aventura duró poco. Pinheiro Veiga fue arrestado en 1997 y sentenciado a veintiséis años de cárcel tras ser declarado culpable de robo a mano armada y otros delitos. Sus primeros días tras las rejas fueron tal vez los más formativos de su carrera, según me explicó.
Estar en prisión junto a homicidas y secuestradores sentenciados hizo que concluyera en poco tiempo que para sobrevivir y prosperar en prisión necesitaba forjar alianzas estratégicas.
“Yo no era más que un ladrón de autos”, dijo. “Tuve que asumir una postura que mostrara que no era débil”.
Eso significó vincularse con algunos de los fundadores del Comando Vermelho, o Comando Rojo, la poderosa organización que controla buena parte del mercado de drogas en Río de Janeiro.