Convencido de la fusión wagneriana de todas las artes, Wassily Kandinsky aceptó en 1922 la invitación de Walter Gropius para dirigir el taller de pintura mural de la escuela Bauhaus, aquella formidable incubadora de talento empeñada también en sintetizarlo todo bajo una nueva arquitectura, en levantar las catedrales del futuro. Lo monumental, el juego del espacio en tres dimensiones y su vinculación con las artes escénicas conectaban el muralismo con la búsqueda moderna por la unidad.
Maestro y autor, Kandinsky (Moscú, 1866–París, 1944) llegó a concebir tres obras murales a lo largo de su vida. La última, en 1931, fue otra invitación del último director de la Bauhaus, Ludwig Miles Van de Rohe, para construir un salón de música en la feria de arquitectura de Berlín. Tres muros de un ensamble de cerámica multicolor con los característicos motivos geométricos del artista ruso. Dentro del recinto, una piano de cola y mobiliario funcionalista creado por el propio Van de Rohe.
Una recreación de la misma sala –con reproducciones de los azulejos, otro piano pero sin muebles– cierra la exposición Kandinsky. Pequeños Mundos, el último plato fuerte de la temporada en el recinto de la alta cultura mexicana, el Museo del Palacio de Bellas Artes. “Su faceta como muralista es poco conocida, pero queríamos resaltarla dentro de su prolífica producción por su vinculación con México y por ampliar la noción estereotipada que se tiene del autor”, subrayó este martes el director del museo, Miguel Fernández Félix, un día antes de la presentación al público de la primera retrospectiva individual en el país del pionero de la abstracción.
Fue Diego Rivera el encargado traer su obra por primera vez a México en pleno fervor por el realismo socialista posrevolucionario
Hombre de acción y teoría, pintor, dramaturgo, profesor, crítico, artista nómada por Rusia, Alemania y Francia, la panorámica recorre sus distintas facetas a través de más de 60 piezas entre textos, apuntes de sus clases, un libreto de una adaptación escénica de su adorado Wagner, pinturas, grabados y dibujos provenientes de siete diferentes colecciones internacionales: del Pushkin State Museum, al Fine Arts de Moscú, el Georges Pompidou de Paris o el Guggenheim y Metropolitan de Nueva York. Con el apoyo privado de colaboradores habituales de la institución como la Fundación Mary Street Jenkins o BBVA Bancomer, el presupuesto de la muestra, que no ha contado con tarifas de cesión de los museos de origen, se eleva a los 12 millones de pesos (600.000 dólares).
El guiño al muralismo cobra más sentido lanzando una mirada histórica a la figura de Kandinsky en México. Fue Diego Rivera el encargado traer su obra por primera vez al país. En 1931, en pleno fervor por el realismo socialista posrevolucionario, el totémico muralista mexicano defendió las mutilaciones figurativas de la vanguardia europea en la muestra Los Cuatro Azules ante los ataques de sus coetáneos. “Fue –dijo Rivera entonces– como meter la soga en casa del ahorcado”.
“Más allá de las diferencias formales, ambos proyectos -Bauhaus y muralismo- compartían un objetivo común, ambas eran expresiones que intentaban democratizar el arte, acercarlo a la gente. Desde posiciones, es cierto, distintas: unos lo entendían como una manifestación política; los otros, como una cualidad espiritual”, apunta Xavier de la Riva, investigador del museo. El rechazo, en todo caso, de la ortodoxia realista mexicana cedió pronto. La exposición póstuma en el Guggenheim catapultó la figura de Kandinsky como factótum del arte por venir. De ahí en adelante, autores clave en la revolucionaria autonomía del color como Rufino Tamayo o la llamada Generación de la Ruptura, los enterradores definitivos del muralismo, beben todos del autor del profético De lo espiritual en el arte (1912), un mini ensayo sobre la matemática subjetiva de las emociones.
Sus raíces en la pintura popular rusa y su evolución a partir del descubrimiento Monet y el fauvismo aparecen plasmadas al contraponer Canción (1908), una retrato de remeros del Volga, con Lago (1910), donde las barcas son manchas blancas alargadas y el mar, un borrón oscuro y pastoso. En Improvisación 7, del mismo año, la saturación del color es cada vez más intensa, apenas existe profundidad y los objetos empiezan a diluirse. Hasta desembocar en el esplendor geométrico de su época bauhasiana –trapecios, triángulos y círculos como flotando en líquido amniótico– y el repertorio zoomórfico de su última etapa. En palabras del autor, una “nueva construcción sinfónica” que invita al espectador “a pasearse por los cuadros, obligarles a olvidarse, incluso a desaparecer allá dentro”.