[El pastor evangélico Angel Vicente Peiró, entonces Representante Fraternal del Consejo Mundial de Iglesias en Centroamérica, asistía al funeral ecuménico del arzobispo salvadoreño, en marzo de 1980. Peiró falleció en julio de 2015. Unos meses antes, al conocerse la noticia de que monseñor Romero sería beatificado -el 15 de mayo de 2015-, escribió esta crónica para Infobae. Un testimonio en primera persona de lo ocurrido aquel día y de la obra y personalidad de Óscar Arnulfo Romero]
Seis días después del asesinato de monseñor Romero, tuvo lugar su funeral, el 30 de marzo de 1980. Ese día, representantes eclesiásticos de varios países y de organismos humanitarios nos dimos cita en San Salvador para honrarlo y despedirlo.
En aquel tiempo, yo llevaba cuatro años viviendo con mi familia en Guatemala, donde desarrollaba mis tareas como pastor evangélico y Representante Fraternal del Consejo Mundial de Iglesias, organismo que reúne a confesiones protestantes y ortodoxas.
El día del funeral, me pidieron que me ocupara de una de las lecturas del Evangelio, previas a la homilía. El espíritu de la ceremonia fue ecuménico, como ecuménico era el clima de trabajo entre quienes hacíamos tareas de promoción social y comunitaria en Centroamérica en esos años. En mi equipo en Guatemala trabajaban varios curas y monjas.
Monseñor Romero era un sacerdote tradicional. Quienes lo mataron lo tildaron de comunista y subversivo, pero él era un hombre profundamente religioso, apegado a la liturgia y al dogma católicos. Fue el contacto con los pobres y los terribles hechos de violencia e injusticia de los que fue testigo en su país lo que lo llevó a elevar la voz contra los poderosos.
Antes de su asesinato, los militares y los paramilitares ya habían matado a otros sacerdotes, monjas y catequistas, nada más que porque su trabajo entre los pobres “molestaba“. Él no pudo callar ante tanta injusticia.
Recuerdo por ejemplo que una vez acompañé a un amigo a visitar una iglesia que se llamaba San Antonio Abad. A esa capilla, en enero de 1979 había llegado el Ejército, en un momento en que había un retiro espiritual de jóvenes. El cura que estaba a cargo salió a parar a los soldados: “Acá hay solamente niños”, les dijo. Y lo aplastaron con el tanque. Y mataron a cuatro muchachos más. La gente de la parroquia quedó muy mal.
Tras su nombramiento como obispo y luego como arzobispo de San Salvador, Romero oraba por la gente más pobre, más necesitada. Y también increpaba a las autoridades. El poder estaba manejado entre bambalinas por el general Roberto d’Aubuisson, que era un déspota. El gobierno –una junta cívico militar que había tomado el poder en 1979- tenía “grupos de tareas”, fuerzas paramilitares, que explotaban y reprimían a la gente. No había libertad.
Romero empezó a protestar por esas cosas. Al ser una persona destacada, todo lo que decía a favor de la gente y en contra del gobierno militar llamaba mucho la atención. No podían censurarlo. Por eso optaron por asesinarlo.
El Arzobispo era un hombre muy sencillo. Éramos conocidos. Yo lo visitaba en mis viajes por la región, para conversar un poco de la situación general en El Salvador. También conversábamos sobre la formación y el trabajo de los grupos que promovían cambios sociales en El Salvador. Algunos de esos grupos, que tenían mucha inserción popular, en especial en el campo, donde organizaban a la gente en defensa de sus intereses, empezaron a radicalizarse y a pensar que no había otro camino que la lucha armada. No eran grupos de origen militar, sino más bien de acción social y de ideología. Pero estaban bien organizados y empezaron a armarse para defender a los campesinos de los abusos del gobierno.
Todo eso incentivó la represión, en especial ilegal, a cargo de grupos parapoliciales y paramilitares.
Llamaba la atención el modo en que había asumido la defensa del pueblo. No tenía miedo, no se cuidaba.
Monseñor Romero nunca apoyó la lucha armada. Denunciaba la injusticia y trataba de proteger a la gente, pero no respaldó a la guerrilla. Tampoco fue un adherente de la Teología de la Liberación. Sí había hecho una fuerte opción por los pobres; y todo lo que hacía era por amor a ésos, sus hermanos más desvalidos, y por la fe de hierro que lo animaba.
Llamaba la atención el modo en que había asumido la defensa del pueblo. No tenía miedo de nada. A nivel nacional era muy querido por la gente. Era un símbolo de la oposición, del pedido de libertad. No se cuidaba de nada, iba a dar misa a los alrededores de San Salvador. Así lo mataron, el 24 de marzo de 1980, en una pequeña capilla. Claramente el que lo mandó a matar, el autor intelectual del crimen, fue Roberto D’Aubuisson, y los ejecutores, sus Escuadrones de la muerte.
Aunque tradicional, como dije, Romero era una persona muy abierta, accesible. Con él se podía hablar en cualquier momento, era como ir a la casa de un amigo. Recuerdo en particular que su secretaria era una señora de confesión bautista. Ella tuvo que huir de El Salvador después del asesinato del Arzobispo.
Al entierro asistió mucha gente de todo el mundo. Yo fui junto con mi colega y amigo Chuck Harper, que era secretario de Derechos Humanos del Consejo Mundial de Iglesias. Caminamos, en una manifestación multitudinaria, hasta la plaza Barrios, donde se encuentra la catedral metropolitana de la que Romero era Arzobispo. Recuerdo que a mi lado iba el peruano Gustavo Gutiérrez, creador de la Teología de la Liberación.
Ese día tuvimos el testimonio de lo que la prédica de monseñor Romero había representado para la gente de su país: movidos por su adhesión al obispo asesinado, los salvadoreños transformaron su sepelio en un acontecimiento multitudinario. Llegaban de todas partes. Además de los enviados de iglesias y gobiernos de todo el mundo. Era palpable la indignación de la gente y su solidaridad por Romero.
Eso resultó insoportable para el régimen y su furia se iba a desencadenar sobre la multitud indefensa con una violencia que quienes nos estábamos congregando para dar el último adiós al Arzobispo no podíamos imaginar.
La misa se oficiaba al aire libre, de cuerpo presente, con el altar en las puertas de la Catedral. Había tanta gente, que era imposible tener el servicio en otro lugar que no fuese en las gradas, para que todo el mundo pudiera participar. Se colocaron vallas para proteger la entrada, el altar improvisado y el lugar donde estaba el féretro de Romero.
Justo en el momento en que yo estaba leyendo el Evangelio, francotiradores apostados en los edificios alrededor de la plaza abrieron fuego contra el público. Tiraban hacia la gente que empezó a correr desesperada para guarecerse.
Era tal el pánico, que la gente tiró abajo las vallas y se vino contra las puertas de la Catedral que fueron abiertas para refugiarse allí. Casi morimos aplastados, como suele pasar en esas estampidas humanas. Apenas alcanzamos a entrar a la Catedral que ya el lugar se llenó.
Cerraron las puertas, no podíamos salir. Permanecimos encerrados durante 2 ó 3 horas. Afuera, seguían sonando los disparos. Adentro hacía un calor insoportable. Tanto que tuvimos que sacarnos las camisas y revolearlas en el aire, parados en los bancos, para ventilar el ambiente y poder respirar.
Al final, hubo una especie de calma y nos hicieron salir, en fila, de a uno, con las manos en la cabeza, como sospechosos.
Afuera había militares por todos lados. Íbamos caminando, perdiéndonos por las calles de la ciudad, y la gente nos ayudaba mucho. Los vecinos nos hacían entrar a sus casas para tomar agua y descansar. Fue conmovedor.
Más tarde supimos que murieron 35 personas ese día. Y hubo muchísimos heridos.
Después de la muerte de Romero, la cosa se puso muy fea en El Salvador. Lo único que quedaba era ayudar un poco a los luchadores y resistentes al régimen, que se habían marchado al campo, y estaban aislados, a veces sin siquiera víveres para subsistir. Uno de mis trabajos fue auxiliar a esa gente.
Pero progresivamente el poder de D’Aubuisson se fue incrementando y también sus crímenes. Hubo sacerdotes jesuitas entre sus víctimas. Fue una época muy dura. Poco después ya no pude regresar más a El Salvador. Fue doloroso pero ya no era seguro tampoco para mí.
Continuamos con nuestras tareas de asistencia a los refugiados salvadoreños, que estaban en Honduras o en Guatemala.
No he podido regresar a visitar esos sufridos países como me hubiese gustado para reencontrar a amigos de aquellos años. Pero en mi corazón guardé siempre un entrañable recuerdo de monseñor Romero y de muchos otros mártires y defensores de los pobres de El Salvador y de toda Centroamérica.