Parece estar solo en el palacio blanco de las mil habitaciones de Ankara. En la excesiva sede de la presidencia turca, que supera con creces al Kremlin o la Casa Blanca, apenas atiende ya el consejo de algunos familiares, como su yerno y ministro de Energía, Berat Albayrak, y de asesores aparentemente incapaces de darle una mala noticia. Los viejos amigos con los que fundó en 2001 el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), como el expresidente Abdulá Gül o el ex viceprimer ministro Bülent Arinç, han sido condenados al ostracismo por osar mantener ideas propias.

Recep Tayyip Erdogan, (Estambul, 1954) es el líder que más ha marcado la historia de Turquía tras el fundador de la República, Mustafá Kemal, Atatürk. La imagen de ambos mandatarios preside ya muchos despachos oficiales. Una creciente doble cara altera su don de gentes, y le conduce a estallidos de ira en los que no vacila en lanzarle un iPad a un cercano colaborador, según una investigación periodística en el entorno del presidente turco en la que ha colaborado Der Spiegel.

Al igual que Donald Trump, Erdogan no lee libros y pasa muchas horas delante de la televisión. Su serie favorita es La capital de Abdulhamid, sobre el último sultán otomano absolutista, depuesto en 1909 por el movimiento nacionalista de los llamados Jóvenes Turcos, entre los que se encuadraba Atatürk. Erdogan es visto como un nacionalista autoritario y un ideólogo del islamismo político. En realidad es el único líder político turco de peso que ha sobrevivido a los golpes militares. Y el primero en devolver a los generales a los cuarteles definitivamente.

Nacido en el seno de una familia religiosa y conservadora originaria de Rice, a orillas del mar Negro, creció en Kasimpasa, un distrito de aluvión cercano al Cuerno de Oro. La leyenda urbana sostiene que de joven vendía por las callejuelas los típicos simit (rosquillas de pan con sésamo), mientras se formaba en un imam hatip, o liceo coránico. Estudió Empresariales en la Universidad de Mármara, donde se afilió a las juventudes nacionalistas islamistas.

Después de que fuera proscrito el Partido del Bienestar de Necmettin Erbakan, el primer jefe de Gobierno islamista de la Turquía moderna, los jóvenes dirigentes que, como Erdogan, habían seguido al patriarca se conjuraron para desalojar del poder al kemalismo a través de las urnas.

Desde la alcaldía de su ciudad natal se catapultó hace casi un cuarto de siglo a la política nacional hace tres lustros. Erdogan permaneció cuatro meses en la cárcel y fue inhabilitado políticamente por haber leído un poema islamista hace ahora 20 años.

Fundó junto a Gül y otros dirigentes el AKP como un equivalente islámico en Turquía de la democracia cristiana alemana. La reactivación de la economía tras la crisis de 2001 fue el programa electoral que le condujo a su primer triunfo, junto a las reformas y el acercamiento a Europa.

Patriarca autocrático

Los diplomáticos estadounidenses destacados en Ankara le calificaron en los cables del Departamento de Estado filtrados por Wikileaks en 2010 como “un patriarca que domina su país”. “Tayyip solo cree en Alá, pero no se fía ni de Dios”, ironizaba un miembro de su partido en uno de los archivos. “Es carismático, aunque tiene instinto de matón de barrio”, puntualizaba otro confidente de los diplomáticos. Erdogan, el líder que intentó amarrar el destino de Turquía al de la UE en sus primeros mandatos, es visto ahora en Europa como un autócrata.

Más que sesudo estratega, Erdogan se ha mostrado como un hábil táctico que ha sabido apelar al pueblo cada vez se veía acosado por el Ejército. Así ocurrió en el llamado golpe digital (pronunciamiento del Estado Mayor en la Web) de 2007 o en la sangrienta intentona de 2016. En el primer caso respondió con una convocatoria electoral. En el segundo, con decenas de miles de detenciones y más de cien mil purgas de funcionarios y miembros de las fuerzas de seguridad.

Erdogan y el AKP se han transformado en una formidable máquina de ganar votaciones. Ha vencido en todas desde 2002. Y cuando perdió la mayoría parlamentaria absoluta en junio de 2015, el presidente forzó su repetición cinco meses después. Quienes le rodean admiten que gobierna a golpe de sondeo para contentar a la opinión pública.

PUGNA DESIGUAL PARA ENVIAR EL MENSAJE AL VOTANTE

El presidente Erdogan cuenta con el control de los medios de comunicación públicos y con el favor de la mayoría de los privados, que se encuentran en manos de empresarios próximos al AKP. “Los votantes tienen un acceso muy limitado a información independiente sobre los candidatos y partidos en liza”, advierte un reciente informe de la ONG estadounidense Human Rights Watch.

La oposición estima que los canales de la cadena estatal de televisión TRT han ofrecido 181 horas de información sobre la campaña de Erdogan frente a solo 15 de la del aspirante socialdemócrata. La campaña de Muharren Ince ha tenido que recurrir a la publicidad en Google y al uso masivo de las redes sociales para compensar esta carencia.

Sus mensajes han alcanzado viralidad entre los jóvenes, que saben cómo sortear los bloqueos en Internet impuestos por las autoridades —que llegan por ejemplo hasta la popular Wikipedia—, a través de redes privadas virtuales (VPN, por sus siglas en inglés).

A la polarización política y la creciente desconfianza en los sondeos de opinión se suman las sospechas de fraude que pesan sobre la Administración electoral por el ajustado resultado del referéndum de reforma constitucional de 2017.

El voto oculto, condicionado por el temor del público a expresar críticas abiertas al Gobierno del AKP y a su líder, en particular, ha desvirtuado la tradicional fiabilidad de las firmas demoscópicas turcas. Para conseguir la media habitual de 18 encuestas por día, lo normal era que un agente encuestador llamara antes a unas 40 puertas. Ahora se ha multiplicado por tres el número de timbres que hay que hacer sonar en Turquía.