“Se verán en la tierra criaturas que luchan entre ellas sin tregua, con gravísimas pérdidas y muertes frecuentes en ambos bandos. Su malicia no conocerá límites. En las inmensas selvas del mundo, sus miembros salvajes derribarán una inmensa cantidad de árboles. Después de hartarse de alimento, querrán saciar su ansia de infligirle la muerte”.
Esta aterradora profecía no fue escrita por un apocalíptico bíblico.
Se titula “De la crueldad de los hombres“.
Data, año más o menos, de 1482.
Por entonces, su autor, Leonardo di ser Piero da Vinci, el genio de tan comprobable verdad, rondaba sus 30 años, y era ya “un monstruo de la Naturaleza“, como se suele llamar a los súper-súper dotados.
Un polímata: del griego “polimathós” (El que sabe muchas cosas).
Pero la palabra es escasa para el inagotable florentino nacido en Anchiano el 15 de abril de 1452. Porque fue –¡a la vez!– pintor, anatomista, arquitecto, palentólogo, botánico, científico, escritor, escultor (al parecer, de una sola obra: La virgen y el niño riendo), filósofo, ingeniero, inventor, músico, poeta, urbanista…
Llegó al mundo, para asombro de la humanidad, en sábado, y a las diez y media de la noche.
Hijo ilegítimo. Su padre, Piero Fruosino di Antonio, embajador de la República de Florencia, embarazó a Caterina di Meo, de 15 años, hija de campesinos pobres, y el tal Piero la abandonó y se casó lejos de allí…
El niño quedó a cargo de su abuelo paterno, Antonio.
Autodidacta casi absoluto. Sólo aprendió a leer y escribir, recibió lecciones elementales de aritmética, y no aprendió latín –que era la base de la enseñanza–, pero fue un precoz y apasionado observador de la vida natural: animales, plantas, rocas, ríos, fenómenos celestes, y en especial y durante largas horas, el vuelo de las aves…
Su abuela paterna, Lucia di ser Piero di Zoso, ceramista, lo acercó a las artes plásticas, y el niño no tardó en dibujar y pintar a un dragón escupiendo fuego. Le regaló el cuadro a un campesino de la vecindad, que lo vendió a un mercader florentino, y éste, al duque de Milán…
Un extraño episodio se convirtió en presagio: un milano voló sobre la cuna del recién nacido Leonardo, y tocó su cara con las plumas de la cola. Según la credulidad popular, eso era un signo de futura felicidad y fortuna…
En 1469, a sus 17 años, entró a trabajar como aprendiz al taller de Andrea del Verrocchio: el mejor de Florencia.
El primer año fue tedioso: limpiar los pinceles y barrer el piso.
Pero Verrocchio era ecléctico: orfebre, herrero, pintor, escultor, fundidor…, y Leonardo, obsesivo observador, captó de su maestro el abecé de la química, la metalurgia, la mecánica, la carpintería, el trabajo sobre cuero y yeso, el dibujo, la pintura, y la escultura sobre mármol y bronce.
A partir de entonces retoma la matemática, apenas esbozada en la escuela de su niñez, domina el abaquismo –la técnica de manejar el ábaco: un prodigio que data de dos mil años, creado en la Mesopotamia, y el Adán de las modernas calculadoras…
Llega a sus 20 años, y aparece registrado en el Libro Rojo del Gremio de San Lucas, que reúne a los doctores en Medicina.
Porque además de cuanto aprendía y ejercitaba, se interesó por el cuerpo humano, su estructura, sus órganos, sus enfermedades, y fue uno de los primeros en abrir cadáveres para estudiar todos los secretos de la anatomía y la fisiología. Una práctica largamente prohibida por la iglesia católica…
Y de pronto y al mismo tiempo, crea el “Paisaje del valle del Arno o paisaje de Santa Maria della neve“, dibujo a pluma y tinta, y comienzo de su historia en la pintura, que lo abrazará como uno de sus monstruos sagrados.
Pintó sólo 32 cuadros (registrados: si hay más, desaparecieron). Pero 11 son fundamentales: La Anunciación, Retrato de Ginevra de´ Benci, La Virgen de las Rocas, Hombre Vitruviano (estudio de las proporciones del cuerpo humano: unión de ciencia y arte), Dama con armiño, La Belle Ferronière, La Última Cena, Salvator Mundi, La Gioconda (o La Mona Lisa), La Virgen y el Niño con Santa Ana, y San Juan Bautista.
Por supuesto, la mayor celebridad puesta dentro de un marco es La Mona Lisa.
Óleo sobre madera, 77 cm x 53 cm, en el Louvre, pintado entre 1503 y 1506, la mujer es Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo.
Además de su belleza y de la técnica del “sfumato”, pasan los siglos y aun se discute sobre su enigmática sonrisa. ¿Irónica, burlona, ocultando un secreto, etcétera?
Cada “sonrisero” con su librito…
Hasta se arriesgó que el modelo… ¡fue el mismo Leonardo!
Después, o en primer lugar, según quien juzgue, está La Última Cena, asombrosa recreación del acto final de Jesucristo con sus discípulos.
Pintada entre 1493 y 1498, de 4,6 m x 8,8 m, en el Convento de Santa Maria Delle Grazie, Milán, es una maravilla de composición y de actitudes…, pero también la obra más dañada.
Hecha al fresco (sobre pared húmeda), Leonardo usó una técnica poco ortodoxa, y errónea: mezcló el temple (agua y huevo) y el óleo sobre capas de yeso, y eso afectó la duración de la obra, lo mismo que el tiempo transcurrido, los millones de visitantes (aliento, toses, estornudos, sudor, voces), y sometida a muchas restauraciones, está lejos del original…
El rey Luis II intentó cortar el muro con la obra y llevarla a Francia, y también Napoleón Bonaparte siglos después.
En términos matemáticos, es imposible que en sus 67 años de vida –murió en Amboise, Francia, el 2 de mayo de 1519– haya cubierto 50 mil hojas con textos, comentarios, proyectos, y dibujos de arquitectura e ingeniería de sus inventos. Algunos, inimaginables hace más de cinco siglos, incluso por la mente más febril…
Por ejemplo, la bicicleta, no muy diferente de las actuales. O el automóvil, de madera y accionado por muelles con ruedas dentadas. O su máquina voladora –el avión–, inspirada en el vuelo de las aves. O su puente giratorio, su barco a motor, su carro de combate (antecedente directo del tanque de guerra moderno), su tornillo aéreo (tatarabuelo del helicóptero)…
Y más… Un traje de buceo hecho de cuero, con escafandra: anticipo de la vida humana submarina. Aparatos para medir el tiempo, la humedad, el clima. El cuentakilómetros. Los sistemas hidráulicos. Las herramientas. El paracaídas. La ballesta gigante y su sucesor, el mortero de triple cañón. El diseño de una ciudad ideal, nacido después de una peste que mató a un tercio de la población de Milán. El brazo y el caballero robóticos: con poleas, pesas y engranajes, un preludio de los robots del siglo XXI. El puente giratorio. El cojinete de bolas. ¡La tijera! La grúa giratoria. La catapulta. Un sistema de imprenta. ¡El asador! (los argentinos, agradecidos…). Las máquinas textiles (antecedente de aquellas que generaría la Revolución Industrial de mediados del siglo XIX…, y hasta el plano de una fortaleza de cinco lados…, igual que el Pentágono de los Estados Unidos, y no por casualidad…
Leonardo vivió, pensó, creó y trabajo entre personajes poderosos. Algunos, crueles y asesinos. Otros, tiranos. Otros, conspiradores. Los dos apellidos más notorios fueron los Sforza y los Médici.
De los Sforza dijo: “Ellos me crearon, ellos me destruyeron”. Respuesta a su fracasada mudanza a Roma, donde sólo le fueron encargados trabajos de menor cuantía.
Eran tiempos de guerras entre ciudades, corrupción, asesinatos (puñal o veneno), y también de mecenas del arte y sus hacedores.
Era el Renacimiento. La explosión de la vida luego de la larga oscuridad medieval. Explosión en la que todo latía: maravillas y miserias.
Bien le cabía el comienzo de Charles Dickens en su novela Historia de Dos Ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. La edad de la sabiduría y también de la locura. La época de las creencias y de la incredulidad. La era de la luz y de las tinieblas”…
Mario Lucertini, gran científico italiano (1947-2002) dijo del genio incesante: “Nunca hubo otro hombre en el mundo que supiera tanto como Leonardo. No tanto en pintura, escultura y arquitectura, sino en filosofía“.
Por supuesto, el bisturí investigador de vidas privadas no respetó a Leonardo y su sexualidad.
Ni siquiera Sigmund Freud…, que dictaminó: “Su homosexualidad estaba
latente, pero no actuaba en sus deseos”.
Fue acusado de sodomía, que se penaba con la muerte, pero no prosperó: era un libelo anónimo.
En un famoso pasaje de sus cuadernos, escribió: “El acto de la procreación y todo lo que tiene alguna relación con ella es tan desagradable que los seres humanos morirían pronto si no hubieran caras bonitas y disposiciones sensuales”.
Fue célibe y no tuvo hijos.
Pasó muchos años con dos hombres jóvenes: sus alumnos Gian Giacomo Caprotti da Oreno, de apodo “Salai” (Satanás), y el conde Francesco Melzi, hijo de un aristócrata milanés.
Salai entró al taller de Leonardo a los 10 años, y “el pequeño demonio”, como lo llamaba el maestro, al instante le robó dinero y un trozo de cuero turco que vendió para comprar golosinas. Leonardo lo acusó de “ladrón, mentiroso, terco y glotón”. Su pasión: comprar zapatos y vagar por las calles. Pero a pesar de todo el genio lo mantuvo como modelo y asistente hasta que cumplió 16 años.
En cuanto a Melzi, que entró al taller como aprendiz a los 15 años, acompañó a Leonardo hasta sus últimos días en Francia, y luego fue custodio de sus cuadernos.
En una carta escrita al hermano del maestro, dice que la relación con sus alumos era de “sviscerato et amore ardentissimo” (sentimiento profundo y amor ardiente).
(A quien le interese, que saque conclusiones. En verdad, poco importa)
Según Giorgio Vasari, arquitecto y pintor italiano, “Leonardo fue un conversador brillante que encantó a Ludovico el Moro con su ingenio. Desde su apariencia fue impresionante y hermoso, y su magnífica presencia llevó consuelo al alma más preocupada. Físicamente era tan fuerte que no podía soportar la violencia, pero con su mano derecha podía doblar el anillo de hierro de un llamador de puerta o una herradura, como si fueran de plomo. Fue tan generoso que dio de comer a todos, ricos y pobres. Fue el artista zurdo más grande de todos los tiempos“.
(Nota: a raíz de su zurdera, escribía frente a un espejo, de derecha a izquierda).
Nada o casi nada de las máquinas que hoy funcionan en el mundo; nada de lo levantado en la superficie de las ciudades y lo que late en su subsuelo, nada de cuanto aparato surca los cielos o navega en los mares, es ajeno a Leonardo da Vinci.
Dejó este mundo hace exactos cinco siglos.