A Carolina, cabo de la milicia, y a Carlos, sargento, les preocupa una invasión extranjera en Venezuela. Mucho. Están dispuestos a dar su vida por Nicolás Maduro y alzan la voz cuando insisten en que hay que estar preparados para defender la patria. Lo dicen una y otra vez. Hasta que se relajan y fluye la conversación. Y bajan el tono, y se les humedecen los ojos al recordar que antes venían cada domingo a comer pasteles y chocolate a esta cafetería de Caracas y hoy solo pueden hacerlo porque no tienen que pagar la cuenta.
Carolina González, de 45 años, y Carlos Ortegano, de 73, son dos de los casi un millón de milicianos que hay en Venezuela, según el Gobierno de Maduro. Un cuerpo creado por Hugo Chávez para militarizar a la población y que su heredero promete engordar hasta llegar a los dos millones este año. Ellos deben servir para defender el país de una hipotética invasión extranjera pero, mientras tanto, se dedican a vigilar vecinos, empresas expropiadas, ayudar en el metro o llenar mítines. Un cuerpo al servicio del Gobierno que cobra 18.000 bolívares, menos de seis dólares al mes.
Carolina se alistó en la milicia el día que falleció el “comandante eterno” Hugo Chávez en 2013. Pasó cinco días de formación, donde aprendió a desfilar, lealtad y respetar al superior, y tres meses de entrenamiento donde agarró un fusil por primera vez. “Yo no quiero matar a nadie, pero aprendemos a disparar creyendo que enfrente tienes a tu peor enemigo”. Durante estos seis años jamás ha tenido que enfrentarse a un invasor extranjero pero ha ejercido “tareas de seguridad” en un mercado, en un parque, en un colegio y en el metro de Caracas, donde vigila los torniquetes. “Nos enseñan primeros auxilios, disciplina, política, amor a la patria. Nos gusta ayudar y es importante estar entrenados y preparados”, añade Carlos.
A pesar de su buena disposición, el traje color caqui que portan es el más desprestigiado de cuantos hay en Venezuela, porque ni siquiera causa temor y son vistos como delatores al servicio del régimen. El temor del chavismo a un levantamiento popular en las zonas más pobres de Caracas los ha convertido en un eficaz método de control social, y Carolina y Carlos admiten que han sido desplegados para una misión delicada: son vigilantes en la estación de metro de Chacao, corazón caraqueño de la resistencia al chavismo. “Se ríen de mi diciendo, ¡cuidado!, que ahí vienen los marines”, recuerda Carolina. “Nos insultan, nos gritan, nos llaman chavistas y hasta me han echado excrementos”, detalla el sargento de 73 años.
Con un 14% de apoyo frente al más de 60% que tiene Juan Guaidó, según la empresa Datanalisis, el poder de Maduro se apoya hoy en tres pilares: el ejército, las milicias y los colectivos. Dirigida por el general Vladimir Padrino López, las Fuerzas Armadas Bolivarianas cuentan con entre 136.000 y 140.000 efectivos. A pesar de las deserciones, el ejército se ha mantenido fiel a Maduro gracias al gulag interno, los nombramientos —tiene más generales que la OTAN— y los negocios que maneja, que van desde el tráfico de alimentos a maquinillas de afeitar. Maduro ha aplicado la misma estrategia del castrismo, donde el ejército controla desde hoteles a una compañía aérea. La segunda línea de defensa son los “colectivos”, grupos paramilitares de encapuchados que siembran el terror allí donde se presentan. Son muy eficaces para disolver disturbios allí donde la policía se ve desbordada, como ocurrió recientemente en Ureña, en la frontera con Colombia, durante el frustrado intento de Guaidó por introducir la “ayuda humanitaria”.
La tercera pata de la resistencia “civicomilitar”, son las milicias, un cuerpo civil inventado por Chávez en 2007. Según la dialéctica bolivariana, tras el golpe de Estado de 2002, cuando miles de personas bajaron de los cerros hasta el Palacio de Miraflores, Chávez se dio cuenta que no era suficiente con confiar en el ejército por lo que era necesario adiestrar a la población en tareas de disparo, pensamiento nacional o disciplina castrense.
Durante su etapa de formación, Carolina disparó cinco veces “y después lloré”, recuerda la cabo primero, quien reconoce que la milicia la ha “empoderado como mujer” y le ha hecho “perder la timidez a la hora de abordar temas políticos” o dirigirse a alguien. Su actual armamento es un bastón extensible, pero sabe que hay armas dispuestas bajo llave por si fuera necesario.