La mayoría de los habitantes de India debaten esta semana sobre mecanismos de respuesta a la expansión del virus, pero no hablan sobre innovación en el rastreo de contagios o del incremento del número de camas. Lo hacen sobre el fallecimiento de un padre y un hijo detenidos en el estado sureño de Tamil Nadu.

Los hechos sucedieron después de que la policía se los llevara por quejarse por tener que cerrar su tienda, un comercio pequeño, para cumplir con las reglas de confinamiento. De algún modo, este caso ejemplifica en India las dudas que tiene el gobierno sobre su respuesta al coronavirus: si no puedes reducirlo a base de golpes con la porra, ¿qué haces?

India ya es el tercer país más afectado del mundo sólo tras Estados Unidos y Brasil. El primer ministro de India, Narendra Modi, no es Jair Bolsonaro y desde el discurso que dirigió al país el 24 de marzo para anunciar un confinamiento nacional ha sido implacable con el mensaje, lleva mascarilla y mantiene la distancia física de seguridad.   

¿Por qué India no ha sido capaz de conseguir que un confinamiento tan estricto y largo –descrito por la Escuela de Gobierno Blatavnik de la Universidad de Oxford como uno de los más estrictos de los recogidos en su índice de severidad de las medidas– logre aplanar la curva de contagios?

No es porque el Gobierno de Modi no lo haya intentado. La policía, los sanitarios, los funcionarios en general han llegado hasta la última localidad del país para buscar a las personas con síntomas y ponerlas en cuarentena o enviarlas al hospital. Y estas tareas se han desarrollado en un contexto de alto riesgo: Más de 1.000 agentes de policía en el estado de Maharashtra y más de 1.200 médicos y enfermeros en Delhi han dado positivo

Pero la falta de capacidad de respuesta por parte del Estado en India es tan aguda que no puede sacar adelante las medidas que debe poner en marcha, sean cuales sean los argumentos que el Gobierno y sus medios afines decidan presentar respecto a los cambios introducidos en la gobernanza del país.

Jishnu Das, profesor de economía de la Universidad de Georgetown y experto en la prestación de servicios sanitarios afirma: “El problema está en el proceso continuado de consolidación institucional entre una crisis y otra”. “Hemos visto lo mismo durante varios desastres en el sudeste asiático. Trabajan bien juntos durante las crisis”.

Con el poco margen que el confinamiento le dejaba, India no podía extender la realización de pruebas a la escala que lo necesitaba. Sobre todo en aquellas comunidades más pobres y con menos servicios en regiones menos desarrolladas. En el este de Uttar Pradesh, el estado más habitado del país, hay un solo centro de pruebas para 30 millones de personas que no pudo incrementar su rango de trazabilidad y ahora es tan bajo que es imposible tratar de resucitarlo.

El país no ha podido aumentar la capacidad hospitalaria de ningún modo significativo. En las redes sociales bullen peticiones desesperadas de personas que buscan ayuda para encontrar una cama de hospital en la que poder ingresar a sus familiares enfermos de Covid-19 una vez que todos los intentos por lograrlo han fracasado. Hace tiempo que quienes pueden pagarlo ya buscaron alternativas al sistema público en la mayor parte del país, pero en las localidades más pequeñas, los centros designados para atender a los pacientes con Covid-19 son públicos.

Se conocen historias de horror distópico sobre la decadencia de esos centros públicos: una mujer, en Jalgaon,  un pueblo de Maharashtra, al oeste del país, murió tras esperar más de seis horas a que se le asignase cama en la unidad de cuidados intensivos del hospital local. Ocho días después, el cuerpo de su suegra apareció en el mismo hospital. Enferma de Covid-19, tuvo que ir al baño sola. Tardaron ocho días en encontrar su cuerpo.

Ahora, el Gobierno ha pasado a la bravuconería y a la fuerza bruta. Ambas han funcionado en crisis anteriores, pero con eso no se derrota a una pandemia. Con la espiral de casos aumentando, incluso en un confinamiento tan estricto, han enviado funcionaros a los estados para facilitar estadísticas imposibles, optimistas y destinadas a los medios. Se pide a los migrantes que no regresen a sus lugares de origen, pero no llega ayuda alguna en semanas. Y cuando no queda otra opción que caminar rumbo a casa, se enfrentan a una policía hostil. Se encierra a la gente en “zonas de contención”, pero la capacidad del Estado para responder a sus necesidades es inexistente en demasiadas ocasiones y, de nuevo, aparece la policía con sus porras para reprimir a quienes tratan de salir para ir a trabajar.

Esta manera de actuar, este fracaso, no es invención de Modi, pero lleva un año de su segundo mandato y los problemas están lejos de desaparecer. Nada indica que la situación vaya a cambiar a corto plazo. La principal propuesta de Modi respecto a la salud fue ampliar el sistema público, pero ha pasado un año y sigue sin servir a quienes más lo necesitan.

Para la atención social de emergencia, que incluye el envío de comida a domicilio y ciertas transferencias de efectivo, se ha limitado a trabajar a partir de lo aprobado por la coalición progresista Partido del Congreso, que gobernó antes que él. Con la primera recesión en 40 años a la vuelta de la esquina, las ganas de expandir los programas sociales podrían recibir un golpe muy fuerte. Modi ha hablado más sobre la capacidad de respuesta y la rendición de cuentas del Estado de lo que cualquiera lo haya hecho antes. Si su administración lo admitiera, tendrían que reconocer que la respuesta de India a la pandemia demuestra que el país aún no ha cambiado. Al menos no lo suficiente.

Pero todo indica que tanto Modi como la popularidad de su partido permanecen intactas; es poco probable que rindan cuentas.   

Rukmini S es una peridodista de datos que vive en Chennai, India