Las relaciones de los medios de comunicación con el poder, político o económico, aunque el real es el segundo, merecen sin duda una atención que, por diversas razones, ha brillado por su ausencia. El director, de David Jiménez, un relato conducido en primera persona por el exdirector de El Mundo, tampoco nos concede la merced de esa atención a pesar de las expectativas que suscita en el lector. Los entresijos de la presión de las grandes empresas sobre la independencia de los medios de comunicación, en este caso sobre El Mundo, sólo aparecen en el nivel somero de enunciación o proclamación. España es ese país donde basta con nombrar algo para darlo por explicado o resuelto, como si las palabras tuvieran el poder mágico de disolver la realidad. De la misma forma que no basta con que un cargo público o privado diga “asumo la responsabilidad” por tal o cual desaguisado si permanece en su cargo, tampoco la mención de los acuerdos, especie de arreglo sobreentendido para intercambiar favores y dinero entre ambos lados de la mesa, demuestra su existencia ni, por supuesto, explica su naturaleza.

Los mencionados acuerdos deberían ser el nervio central de un libro que pretende explicar por qué un reportero honrado, autoiluminado desde la página inicial con los neones brillantes del periodista sin compromisos empresariales, va perdiendo su entusiasmo inicial de cambiar un periódico y pierde la partida frente a los poderes fácticos en la sombra que conspiran contra la independencia periodística. Una tesis de esta índole, bien conocida por cierto, requería de un análisis en profundidad propio de un buzo de los entornos de poder en torno al diario; pero lo que aparece en sus páginas es un grácil surfeo por la superficie del estanque de tiburones. En el discurso del relato hay un Will Kane bueno (no parece un John T. Chance), algunas amigas abnegadas rozando el esquirolaje y un villano caracterizado con las máscaras alternativas de la mediocridad y el oportunismo. La redacción aparece como un telón pintado en el que luchan por medrar, hoy como ayer, redactores ambiciosos y cargos de dudosa lealtad. Un retrato muy similar al que cabría dibujar de cualquier profesión. Precisamente, la tarea de un director es reducir las dentelladas, sacar lustre a las virtudes (porque unas y otras siempre van mezcladas) y encabezar con habilidad la resistencia a las presiones del gran villano del poder.

Apoteosis de la perplejidad

En realidad, El director podría haberse concebido como una crónica de ficción de mediano jaez; mimbres tendría para ello. Para ser un buen relato le faltaría empaque literario y espesor en los personajes. Pero, claro, no es ese su propósito. Como documento de no-ficción que denuncia las infecciones y achaques del periodismo, se queda corto en investigación y largo en chismes. No ayudan algunas inconsistencias que revelan la debilidad del punto de partida. Un par de ejemplos bastarán: casi en el mismo párrafo, se define El Mundo como un diario forjado “alrededor del periodismo de investigación y la denuncia de los abusos del poder”, se describe a su director como intermediario o medianero de las cuitas de los altos cargos del PP ante Aznar; o la sorprendente veleidad de citar a algunos de sus protagonistas por sus nombres reales y a otros por sus apodos, no especialmente ingeniosos, como La Digna, El Dos o El Cardenal.

Estrecho de costuras y corto de talla, El director se reduce a un desahogo estruendoso del autor, que transita por sus páginas como con un rictus permanente de perplejidad. Al final, El director es un ejemplo de aquella expresión que con tanta gracia repetía Rafael Sánchez Ferlosio: “Peer en botija para que retumbe”.El director. David Jiménez. Libros del K.O., 2019. 296 páginas. 18,90 euros.